¿Existe de verdad Europa?
Según el Diccionario de la Real Academia Española, el péndulo es 'un cuerpo grave que puede oscilar suspendido de un punto por un hilo o varilla'. Lo que no dice el Diccionario, por ahora, es que ésta puede ser también la definición de la Europa actual: un cuerpo grave que oscila suspendido por muchos hilos y numerosas varillas y movido desde diversos ángulos, internos unos y externos otros.
Que Europa oscile no es, desgraciadamente, una novedad. Basta con repasar su compleja historia. Pero el drama es que sigue oscilando cuando ha entrado en una recta decisiva que le deja poco espacio para avanzar y menos todavía para retroceder. Y al final uno llega a plantearse si de verdad existe Europa como entidad o si seguimos anclados en una gran península asiática dividida en mil pedazos sociales, políticos y lingüísticos, sin un liderazgo sólido y propiamente europeo.
A lo largo de la historia, el territorio europeo ha sido el principal espacio de luchas por la hegemonía, que llegaron a su apogeo siniestro en el siglo XX, tan cercano y tan lejano a la vez. Nunca ha habido tanta violencia política, económica y racial como en la guerra de 1914-1918 y en la de 1939-1945. Nunca fue tan rápida la decadencia del espacio europeo, convertido en una zona de terribles peleas entre el nazismo hitleriano, el fascismo mussoliniano, la Rusia stalinista, la España franquista, el Portugal salazarista, la Francia de Pétain, la Gran Bretaña de Churchill y los Estados Unidos de Wilson y de Roosevelt. Nunca fue tan triste el espacio europeo con su posterior división en dos zonas antagónicas después de la última guerra general y su sumisión durante casi cincuenta años a dos grandes potencias no europeas, la URSS y los Estados Unidos de América. Y cuando todo parecía dar a entender que después de la caída de la URSS surgiría un espacio más abierto y más integrador entre las dos Europas separadas, hemos visto que después de las tremendas matanzas de la antigua Yugoslavia y de la violenta aparición del terrorismo internacional en el seno de los propios Estados Unidos, el espacio europeo no sólo no se ha abierto definitivamente, sino que ha sido introducido en un círculo cerrado, bajo la tutela de unos EE UU que, por fin, gozan ya a solas del liderazgo mundial. Nada lo expresa mejor que la prepotencia norteamericana en los ataques aéreos de Afganistán y el papel de meros policías asignado a los militares de los socios europeos. O la forma en que el Gobierno norteamericano maneja la terrible batalla de Palestina, con un Sharon que asesina sin escrúpulos y un Arafat encerrado en una auténtica prisión.
El intento de crear una Europa unida después de la inmensa catástrofe de 1939-1945 era un grito de alarma de los supervivientes más sensatos de uno y otro lado. Su proyecto empezó a caminar entre miles de obstáculos, pero se consolidó poco a poco y surgieron nuevos conceptos y nuevas instituciones, como el Consejo de Europa y la Unión Europea, que no sólo marcaron el camino a seguir, sino que empezaron a construirlo. Pero entre aquellos años de la postguerra y los actuales han sucedido muchas cosas y lo cierto es que la Europa que está intentado poner en marcha una auténtica Europa Unida es hoy por hoy un espacio oscilante. La inseguridad y la carencia de liderazgos sólidos abren las brechas de un pasado que parecía olvidado, pero que está ahí y resurge, con dirigentes trasnochados como Le Pen y otros que aparecen de golpe cuando los temores no dejan ver el futuro. Y es bien sabido que entre el temor y la violencia hay muy poca distancia cuando la gente se siente insegura o cuando la esperanza llega tarde y lejos.
Lo que entendemos por Europa está hoy a mitad de camino entre los que esperan un gran salto adelante y los que perciben que el manejo de los grandes temas políticos, económicos y militares está sometido a la prepotencia de los Estados Unidos. Para los unos y para los otros no hay un auténtico liderazgo europeo, a menos que se interprete como tal el mensaje que el presidente Bush le dio al presidente en funciones de la Unión Europea, José María Aznar, con aquello de 'José María, llámame cuando quieras', la expresión más nítida y más evidente de un liderazgo y de una sumisión cutres por dentro y por fuera.
Es posible que la teoría se haya estancado y que el concepto de soberanía esté a punto de saltar por los aires ante la presión que imponen otros conceptos que parecen más abiertos, como el de la globalización. Pero también es posible que la teoría de éste y otros conceptos sirva para ocultar la realidad de un poder en el que el gobierno de lo público y el gobierno de lo privado se superponen, al margen de las reglas históricas de la democracia contemporánea. Aquí mismo, en nuestro país, hemos presenciado y seguimos presenciando la fusión de lo público y lo privado, del Estado y la empresa, a un ritmo desenfrenado que entrega un banco o una petrolera a las manos de un gobernante o de los amigos de éste.
Si después de la inmensa catástrofe de la guerra de 1939-45 Europa empezó a pensar en serio en su unificación por encima de sus espantosas fronteras internas y si al cabo de unos años surgieron líderes e ideas capaces de unificarla de verdad, hoy estamos en una estancada en la que no vemos líderes como Kohl, Mitterrand o Felipe González ni ideas que nos lleven hacia delante. Y cuando el atentado del 11 de septiembre dejó claro que estábamos ante una nueva violencia internacional, todos los temores ocultos saltaron a la superficie y todos los conflictos más o menos controlados volvieron a la carga.
La distancia entre el poder político y la sociedad se ha agrandado y no hay más que ver las inmensas precauciones que rodean a cada sesión de los máximos dirigentes europeos junto a las manifestaciones múltiples de jóvenes también europeos. Lo que parecía camino avanzado hacia la unidad europea se ha convertido en un sendero lleno de agujeros y trompicones en el que, de golpe, aparecen o reaparecen los nuevos abanderados del nacionalismo rancio, que pueden ir desde un viejo Le Pen a un no tan viejo como el austriaco Haider, todos con una misma bandera: la nación por encima de todo, el rechazo de la Europa unida, la expulsión de los inmigrantes y la guerra abierta a las confesiones religiosas distintas del cristianismo y a las etnias y los colores de piel no exactamente blancos.
Pero no todo es la vuelta al pasado. La llamada globalización tiene tantos cuchillos afilados que uno no sabe por dónde entrar limpiamente en ella. Y a menudo nos encontrarnos con restos del viejo proletariado que han sido pura y simplemente eliminados por ella y que no cuentan con ninguna posibilidad de batalla frente a los poderosos ni más salida que batallar contra los más débiles. No hay más que ver el traspase de votos de obreros sin trabajo a las listas de Le Pen, de Haider y de otros. O el sorprendente salto entre el pasado y el futuro y viceversa de un Pim Fortuyn y su tremendo asesinato en un país tan equilibrado como Holanda.
De hecho, la Europa de la postguerra no se ha sentido nunca a gusto con un gobierno de larga duración y ha ido oscilando del centro-derecha al centro- izquierda y viceversa, con algunas pinceladas extremistas por un lado y otro. Esto es, en sí mismo, saludable si lo que expresa es el deseo general de no depender de un gobierno demasiado fuerte y de unos dirigentes demasiado encerrados en sí mismos. Pero cuando esta oscilación se funde con el grito desesperado del trabajador sin empleo, la angustia del emigrante explotado y, a la vez, despreciado por el autóctono, el silencio del poderoso que se enriquece por encima de todas las fronteras, y la incertidumbre de una sociedad que tiende a rechazar al vecino y sobre todo que teme la presencia de culturas lejanas o de culturas históricamente enemigas, la Europa en construcción se estanca y cada sociedad tiende a buscar refugio en su propio pasado. El resultado es que cada paso atrás destruye un paso adelante. Justamente el paso que necesitamos para crear la Europa del futuro.
Jordi Solé Tura es senador socialista.
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