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Columna
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Una muerte liberadora

Vivía un respetado monarca que tenía tres hijos, uno de los cuales era el futuro Buda. Un hermoso día de verano, durante el cual los pavos reales llamaban a las hembras y desplegaban sus colas multicolores, la familia real decidió darse un paseo por el bosque que rodeaba el palacio, y allí se encontraron una tigresa que había dado a luz dos cachorros. La tigresa llevaba dos días sin comer, y su aspecto era famélico, por lo que estaba preparándose para comerse a sus dos crías. El futuro Buda generó una gran compasión y vio que comerse a sus crías era muy malo para la tigresa y que era mucho mejor que él, él mismo, se ofreciera antes de que se perpetrase semejante acción. Se dirigió a su familia y les dijo que tenía algo que hacer y que se podían marchar.

Cuando se hubieron ido, se quitó la ropa y se echó delante de la tigresa para que ésta le devorara, pero la fiera estaba tan débil que no podía ni levantarse. Entonces, cogió unas hojas esmeraldas muy duras y afiladas, que solo se encuentran en la selva, y con ellas se cortó varios trozos de su propia carne para dárselos a la tigresa. Después de haber comido unos cuantos trozos de su carne, la tigresa y sus cachorros lo acabaron de devorar, y lograron salvarse. La familia del príncipe, que en realidad estaba esperándole a poca distancia, empezó a preocuparse, así que todos volvieron al lugar donde le habían dejado y sólo encontraron sus huesos delante de la tigresa. Con gran tristeza los recogieron, se los llevaron, y levantaron una estupa dentro del cual los colocaron. Esta estupa existe todavía en Nepal, y es visitada por muchos peregrinos.

No sé por qué, rememorando esta leyenda, me viene a la cabeza la recientemente fallecida Diane Pretty, que no consiguió que le dejaran decidir el día ni las condiciones de su anunciada muerte. A alguno quizás la leyenda le parezca estúpida, y opine incluso que no tiene nada que ver con el caso de Diane, porque, evidentemente, el Buda no estaba enfermo a la hora de decidir su muerte. Pero, con toda seguridad, si no era para salvar a una tigresa y sus cachorros, Diane Pretty luchaba no solamente por ella, sino para que su muerte sentase un precedente que ayudase a muchísimos otros en sus condiciones, a los que vinieran después reclamando una muerte digna, e incluso para que su marido y su familia no la viesen morir entre grandes sufrimientos. Porque Diane Pretty no estaba sola y su acto me parece cercano al heroísmo más puro, a aquel espíritu de sacrificio cercano al del Buda, a la hora de ponerse ante las cámaras y soportar todo un juicio, con el coraje de quien amó realmente la vida, y, quizás por haberla amado tanto, creía tener derecho al suicidio.

Ahora que el sol de primavera entra por mi ventana y se despedaza en colores al pasar por unos prismas de lámpara de puticlú, no puedo dejar de pensar en sus ojos, que eran azules, muy claros, y te miraban en diagonal, torcidos por la enfermedad, con un brillo de purpurina. Quizás fueron precisamente esos ojos tan rebosantes de vida los que la traicionaron. Diane fue desposeída de sí misma, y le dijeron que no era dueña de su existencia. La pregunta vuelve a ser, una vez más, a quién pertenecemos. ¿Quién tiene más derechos sobre nosotros: la tigresa y sus cachorros, la familia real, o el Buda?

Oh, dejémonos de metáforas. He leído por Internet la carta de un médico estadounidense, a propósito de Diane, que está totalmente en contra de la eutanasia y se remite constantemente a su fe en un dios que ya tiene previsto nuestro fin. Dice que nuestro destino está en sus manos y que no debemos contrariar sus designios, ni torcer el plan que tiene para nosotros. Sus argumentos se basan en el 'no matarás'. Me gustaría saber, sólo por curiosidad, si este médico está a favor de la pena de muerte, que se practica en los EE UU, y que es la eutanasia más activa de todas. Desgraciadamente, en su carta no lo aclara.

En este mundo contradictorio, pocas cosas de la actualidad le alegran a uno. Pero cuando Diane Pretty murió, después de grandes sufrimientos, me alegré. Pensé que no era el momento de sufrir más.

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