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El país 16

En las reuniones preparatorias de la nueva Cumbre de América Latina, Europa y el Caribe, los delegados latinoamericanos han hablado de Chile como 'el país 16'. Lo han dicho en broma, en los pasillos, sin hostilidad, casi con admiración, o con admiración reprimida, pero ya se sabe desde los tiempos de Sigmund Freud que las bromas tienen un sentido serio. El país 16, vale decir, el miembro número 16 de la Unión Europea, lo cual tiene una significación ambivalente: por una parte, un adelantado que podría ser un intermediario, un posible abogado; por la otra, un infiltrado, poco menos que un traidor. La verdad es que Chile comenzó en 1990 los trámites para asociarse con la Unión Europea. Son ahora doce años en los que demostró una voluntad coherente y persistente, un proceso que culminará en estos días con una declaración solemne firmada por el presidente Ricardo Lagos y por los representantes de la Comunidad. Ahora bien, no es en absoluto casual que los contactos y las negociaciones comenzaran en 1990, en el primer año de salida de la dictadura y de gobierno de una coalición de partidos de centroizquierda. La relación de Chile con los países europeos siempre ha pasado por una línea divisoria clara y en cierto modo ocurre lo mismo con toda América Latina. Los sectores democráticos son abiertamente proeuropeos, así como los sectores afines a las dictaduras, los nostálgicos de los regímenes militares, son contrarios, muy a menudo de una manera apasionada, extravagante, a la vieja Europa. Uno ha podido leer hasta hace muy poco, en Chile, en Argentina, en el Brasil, textos de una virulencia extraña, francamente anacrónica, en los que se empleaba contra la Europa de hoy todos los argumentos clásicos de la batalla contra la modernidad, argumentos que se escucharon en la España de los años cuarenta y cincuenta. Desde esas trincheras, la mentalidad europea era señalada y estigmatizada como símbolo de decadencia, de blandura, de relajación moral en todos los terrenos. Parecía que había un integrismo latinoamericano, inspirado en valores cristianos tradicionales, en abierto contraste con las sociedades permisivas del Viejo Mundo. Es un mensaje que habría podido ser bien recogido y aprovechado por los movimientos actuales de ultraderecha, pero que allá en América, por suerte para todos nosotros, se encuentra en retroceso. Lo cual no significa que aquellos integrismos, aquellos dogmatismos, no hayan dejado huellas profundas en las sociedades latinoamericanas. En Santiago de Chile, por ejemplo, detalle que siempre me sorprende y que allá tiende a pasar inadvertido, hay una hermosa avenida Escrivá de Balaguer conocida por todo el mundo, situada en las orillas mejores, más prósperas, del río Mapocho, y no sé si existirá alguna callejuela con el nombre de Pablo Neruda o de Vicente Huidobro, ya que si existen, no las conoce nadie o casi nadie.

En resumidas cuentas, el esfuerzo persistente de los tres últimos gobiernos chilenos por asociarse con Europa tiene un evidente y muy saludable contenido económico, pero no se detiene en la pura economía. Su nombre oficial - Acuerdo de Asociación Política y Económica de Chile con la Unión Europea -, no es un mero capricho, una simple denominación retórica. El texto tiene aquello que se llama 'cláusula democrática', y no es algo que haya sido impuesto a la fuerza por el lado europeo, como se podría pensar en forma superficial, sino una condición pedida por los chilenos en forma expresa y con un propósito de protección frente a posibles intentonas golpistas. No hay signo ninguno de que el 11 de septiembre de 1973, ¡otro 11 de septiembre!, pueda repetirse, pero la dura experiencia, en un país que exhibía la tradición democrática más antigua y al parecer más sólida de toda la región, reveló que toda precaución es poca.

Con la perspectiva de hoy, uno llega a la conclusión de que el enemigo teórico del régimen de Pinochet, bien aprovechado por el discurso de la dictadura, espantajo de gran utilidad para la propaganda del régimen, para mantener un miedo que lo justificaba todo, era el marxismo leninismo. Pero la amenaza que parecía venir de la extrema izquierda, que nunca tuvo un apoyo real de Moscú y del bloque soviético, se desmoronó en pocas horas. Uno puede observar ahora, con mirada retrospectiva, que el régimen dictatorial mantuvo a ese fantasma, fantasma indispensable, razón de ser del golpe de Estado, pero orientó de inmediato su artillería en contra de las democracias liberales y de las socialdemocracias de estilo europeo. El enemigo de los primeros días fue el allendismo, que no había alcanzado a gobernar tres años, pero pronto vino un período de intensa y constante satanización de las democracias anteriores. El ataque a Europa fue una consecuencia inevitable y una respuesta a las críticas europeas por los excesos que se cometían en materia de derechos humanos. Las democracias europeas pasaron a convertirse pronto en el enemigo principal del pinochetismo. Fueron la bestia negra del régimen y contribuyeron, por lo demás, de muy diversas maneras, y sobre todo en materias de cultura política y hasta de cultura sin adjetivos, a socavarlo lentamente.

Frente a la conciencia europea escandalizada por las atrocidades que se cometían en Chile, el pinochetismo, como reacción defensiva y como respuesta, buscó los mercados del Asia, sin excluir a China comunista. A largo plazo, las consecuencias no han sido malas. Chile, que antes de la crisis de los años setenta se orientaba de un modo mayoritario hacia los Estados Unidos en sus relaciones comerciales, dirige ahora sus exportaciones en partes casi iguales a tres regiones del mundo: Asia, Europa y América. Pero la insistencia sostenida a lo largo de doce años en lograr un acuerdo con la Unión Europea tiene, como ya dije, un sentido que va más allá de las puras cifras comerciales. La opinión democrática del país cree que la relación con Europa debe privilegiarse por razones de cultura, de principios e incluso de tradición histórica. Es una larga historia que no se puede contar en pocas líneas. Ahora bien, tampoco se puede jugar demasiado con el lugar común del europeísmo de las naciones del Cono Sur latinoamericano. A los chilenos les gustaba mucho en el pasado que se dijera que el país era 'la Inglaterra de América del Sur'. Pero estamos muy lejos de ser Inglaterras, o Suizas, o Atenas, como se decía antiguamente, por ejemplo, de la ciudad de Montevideo. Somos países mestizos, complicados, llenos de problemas graves y casi todas nuestras ciudades son más o menos caóticas.

En todo caso, después de la firma del Acuerdo de Asociación Política y Económica, cuyo camino ya está despejado, habrá dos polos en América Latina dotados de una relación institucional con la UE: México y Chile. Los europeos no nos dan siempre la impresión de comprender la importancia de este asunto. A veces creen que estamos más lejos de lo que en realidad estamos. Los poetas suelen tener más razón y más visión. Góngora escribió en alguna oportunidad que éramos, los de allá, los del Nuevo Mundo, 'el último Occidente', y no se equivocaba. Habría que añadir algo: señalar un matiz en honor a la verdad. Cuando México firmó sus acuerdos con Estados Unidos y Canadá, se produjo una caída importante de su comercio con Europa. Los mexicanos fueron cortejados y buscados entonces por los europeos. Todo eso culminó con la firma del Acuerdo de Asociación de México. Chile, en cambio, tomó la iniciativa y las cosas nunca se le dieron en forma fácil. Pero todos los que participamos en la transición sabíamos que sin la ayuda europea y la de grandes sectores norteamericanos el proceso habría sido más lento, más complicado y peligroso. Está por escribirse, por ejemplo, la historia de la participación de la diplomacia y la política españolas en la salida chilena de dictadura. Nadie pretende, por otro lado, que Chile sea el décimo sexto miembro de la Unión, el país 16. Son bromas, son posibles envidias disimuladas, son probables deseos secretos de alguna gente. La realidad, más modesta, pero también, en último término, más ambiciosa, es otra. Si se consolidan dos polos democráticos y de un desarrollo económico posible, más o menos sostenido, en el norte y en el sur del continente, en México y en Chile, y todo esto dentro de relaciones que se podrían llamar privilegiadas con la Unión Europea, podremos empezar a ver el panorama de América Latina con ojos un poco menos pesimistas. Parece poco, pero no es tan poco. A partir de ahí hay una posibilidad de contagio, de irradiación, de imaginación constructiva. Brasil es un gran aliado posible. Argentina, que no parece tener salida a corto plazo, no puede no tenerla a plazo mediano y largo. La Cumbre de ahora, en buenas cuentas, iniciada en una atmósfera negra, derrotista, puede vislumbrar algún tipo de luz al final de tanto túnel. A los latinoamericanos nos hace mucha falta, pero los europeos deberían entender que a ellos también les interesa. Sobre todo en los días peligrosos que corren.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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