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Columna
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A un dios desconocido

Uno trabaja en una empresa en la que se organizan periódicamente ciclos de conferencias de aproximación a temas bíblicos 'actuales'. Hablan profesores de conocimiento conspicuo, sesudos conocedores del asunto, adscritos, me cuentan, a la Universidad de Deusto. Pero, lo siento, uno no ha tenido la curiosidad, el afán de conocer ese territorio (a pesar de ser admirador del controvertido Harold Bloom y de su tesis sobre la autoría femenina aristocrática de la Biblia). Es una lástima. Uno se quedó en El día de la Bestia (Álex de la Iglesia, 1995), con el simpático Álex Angulo, sacerdote erudito, made in Deusto. Con él, la Biblia y lo demás, eran temas cabalísticos. La Biblia, el esperpento, la catequesis, la comedia de enredo, eso era El día de la Bestia. Uno prefiere sinceramente para ese Libro mejor suerte. Sin embargo, da la impresión de que por ahí circula nuestra ministra de Educación.

Hace unos días tocaban a la puerta algunos Testigos de Jehová. Esta gente tiene mucho mérito. Lo hacen a pecho descubierto, sin contar con el respaldo de la señora ministra (ex Bandera Roja, cosa que debe decirse; como otros son ex futbolistas dedicados al periodismo o ex boxeadores sonados). Hablaron de un Dios Desconocido al que adoraba no sé qué pueblo al que habló Pablo, ya saben el publicano de las epístolas, al apóstol de los gentiles, el mal caballero... O quizá no, quizá usted no lo sepa si aún no ha cumplido los cien.

Ese es uno de los grandes hándicap de nuestra educación. Y hace bien la ministra en señalarlo. ¿Acaso es usted capaz de entender La Piedad (1499) de Miguel Ángel sin saber de la pasión y muerte de Jesucristo? O El lavatorio (1547) de Tintoretto (o por qué no lo hizo Karol Wojtyla, Juan Pablo II, este último año)? O ¿cómo interpretar el San Juan Bautista niño de Murillo (1680), El Cristo amarillo (1889) de Paul Gaugin y La Última Cena (1909) de Emil Nolde? Si no lo sabe, es que a usted y a mí nos han regalado el graduado escolar. Y eso va contra la 'calidad de la enseñanza'.

No entraré aquí en la nueva ley de Educación, más contradictoria que acertada. Hablamos de la 'clase de religión'. ¿Por qué no dedicar ese tiempo a una Historia Sagrada -como los romanos pudieran hacerlo con una historia de la mitología griega- sin romper los grupos entre religiosos e irreligiosos -cívicos-? ¿O quizá, como parece estar más 'de moda', a una Historia de las Religiones? Uno se inclina por lo primero.

Dediquemos ese tiempo -un tiempo que ha de ser común, ¿acaso habrá dos, tres tipos de ciudadanos en nuestra sociedad plural- al Dios Desconocido de nuestra cultura occidental. Todo nuestro arte, occidental, incluido el de este siglo (vaya, si no, al Artium, y sabrá de qué le hablo), está impregnado por la mitología cristiana. ¿Por qué renunciar a comprenderlo?

Los acuerdos del 3 de enero de 1979, más conocidos como Concordato España-Santa Sede, a los que se remite nuestra ministra (roja y rubia) son preconstitucionales. Responden al tiempo pasado en que en las clases de nuestros niños (en las nuestras, más bien) había crucifijo y foto del Ínclito. Todo eso es historia. ¿Por qué no hacer una historia de nuestra iconografía, tan útil para tener una exigible cultura general? ¿Por qué no saber de Salomé y del Bautista, de David y Goliat (igual nos sirve para adentrarnos en tierras palestinas)? ¿Por qué no dar una Historia Sagrada como tal (mucho más comprensible que una filosofía o metafísica de las religiones)? Todo, menos seguir anclados en la era preconstitucional. Sea todo por ese dios desconocido al que no adoramos (gracias a dios). Sea por la cultura, si no le importa, señora ministra.

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