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VISTO / OÍDO
Columna
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La huelga

Las negociaciones entre Gobierno y sindicatos no pueden ser tales. Los empresarios a los que representa el Gobierno no van a ceder en sus leyes de empleo, de paro, y los sindicatos no pueden aceptarlas sin estallar. El sindicalismo español es el más tierno y asustadizo. Tiene razón: se ha dejado perder la batalla de la mano de obra, la vieja lucha entre el vapor y el brazo que empezó en Manchester: ha tenido momentos trascendentales para las 'repúblicas de trabajadores', como decía que era la nuestra en su Constitución de 1931. Cuando Manchester comenzó a destruir los telares, Marx explicó que no hay que destruir la máquina, sino apropiarse de ella. Ha ocurrido pocas veces, y la máquina se ha desarrollado más que el trabajador. Sobre todo desde que el trabajador ha renunciado a su condición y se ha considerado burgués y propietario; ahora es nacionalista, culpa al otro sexo, a su suegra o a los rojos, como incita Aznar en su última alocución: si crece la extrema derecha, dice, es porque los socialistas mantienen sus posiciones sentimentales y lloran por los inmigrantes. En mi barrio dicen que 'hay que tener cara'. Es decir, que los fascistas existen porque hay rojos. ¡Si no hay!

Él lo sabe. O lo cree, porque se puede llevar sustos, y a veces le salen en medio del camino. Cree que no puede haber huelgas porque el trabajador tiene miedo, sabiendo que un esquirol puede saltar sobre su puesto para siempre, y que los piquetes que pudieran evitarlo serán combatidos por la policía, la Guardia Civil, el juez: están fuera de la ley. La huelga es parte de la democracia y las constituciones y los estatutos, pero está reducida: no sólo por los servicios mínimos, no sólo por la represión posible, sino también porque grandes sectores de la sociedad creen que se hace contra su 'libertad de trabajo', que es otra de las frases de la semántica nueva. Sobre todo porque el huelguista sabe que su capataz le vigila, que su sueldo es quebradizo y su contrato grotesco; y que si sale de este puesto le va a costar no tener otro.

Así, Aznar cree que la huelga con que le amenazan es imposible. No es seguro que tenga razón. No es seguro que en algún momento el aguante se termine y hasta la sociedad prudente comprenda que la condición del trabajador está bajo mínimos.

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