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Columna
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La consulta

Amenazan con consultarnos. También amenazan con lo que pueda pasarnos en caso de que seamos consultados. Incluso nos amenazan con lo que nos pasará si no somos consultados. El caso es que una cuestión por el momento indefinida altera (aún más) la vida política vasca desde hace meses y todo indica que seguirá haciéndolo durante mucho tiempo. Y así, una cuestión que debe y puede fortalecer nuestra convivencia democrática, pues se trata de dialogar y acordar sobre el país que vamos construyendo, rompe esa convivencia y profundiza en los desacuerdos (aún más). Es lo que tiene el hablar de consultas sin clarificar previamente contenidos. ¿Qué hay de malo en consultar a los ciudadanos sobre su futuro?, pregunta retóricamente el lehendakari Ibarretxe. Evidentemente, nada de nada. ¡Qué otra cosa podemos decir! ¿Cómo responder negativamente a una pregunta genérica por la legitimidad democrática de requerir la opinión de la ciudadanía sobre la mejor manera de organizar su futuro?

Ahora bien, si la pregunta o las preguntas que nos hagan van a ser tan tautológicas como esta pregunta sobre la legitimidad de la consulta, mucho me temo que no van a servir para otra cosa que no sea para extraviarnos (aún más) en los terrenos de la retórica. El mejor de los procedimientos no resuelve los déficits de contenido de las propuestas políticas. El procedimiento democrático confiere legitimidad a las decisiones de una sociedad, pero presupone la existencia de contenidos sobre los que poder decidir. Este es el primer problema: no se puede trasladar a la ciudadanía la decisión sobre una cuestión fundamental de definición política -quiénes somos y qué vamos a hacer- si previamente esa ciudadanía no cuenta con elementos de juicio suficientes para construir su decisión.

El segundo problema: el sujeto que ha de decidir. En sus memorias políticas, interesantes y excelentemente escritas, Carlos Garaikoetxea utiliza en varias ocasiones un argumento aparentemente definitivo para defender su apuesta por el 'ámbito vasco de decisión' frente al rechazo que tal apuesta produce en los partidos que alternan tareas de gobierno y oposición en España: siendo como son partidos que reducen al conflicto vasco a un pleito entre vascos, no se entiende su rechazo a que la solución sea dar la palabra a los vascos para que resuelvan sus diferencias estrictamente domésticas. Como juego argumentativo está bien, pero sólo como juego. Garaikoetxea sostiene que el conflicto vasco es también un conflicto entre los vascos y España: ¿no habría que concluir entonces que cualquier decisión destinada a solucionarlo habrá de ser adoptada en un ámbito que relacione a españoles y a vascos?

El tercer problema. Desde el PP se insiste en que el marco jurídico-político vigente no contempla la posibilidad de que un conjunto de ciudadanas y ciudadanos, definidos por la Constitución como parte de la población española, pueda tomar decisiones autónomas que lo constituyan de facto en sujeto político soberano. Dicho de otra manera, cabe decidir en este marco, pero no es posible decidir sobre el marco mismo. Pero apelar a la democracia para desalentar el ejercicio de la democracia no es la mejor manera de actuar. La amenaza no es la mejor pedagogía democrática.

En cualquier caso, para que este sea el problema fundamental es preciso que previamente: a) exista un proyecto político nacionalista claramente definido de renegociación de las relaciones entre los territorios vascos entre sí y de éstos con España y Francia; b) exista un sujeto político mayoritario que apoye tal renegociación. Cosa que no ocurre y que ninguna consulta puede solucionar. Sólo la acción política democrática puede hacerlo.

Así pues, no podemos sostener sin más que sea esta una cuestión de mero procedimiento. Menos aún cuando se nos dice que tal consulta se realizará cuando corresponda, e, incluso, que sólo se hará cuando se esté en condiciones de ganarla. ¿Ganar una consulta? De modo que la cuestión no es preguntar qué hay de malo, sino aclarar qué hay (a poder ser) de bueno en ello.

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