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Profetas de paz, profetas de guerra

Enrique Krauze

'Escucha y atestigua contra la casa de Israel', dijo Dios a Amós. Acaso ningún pueblo ha producido profetas más implacables contra sus propios errores, contra sus propios pecados, como el pueblo judío. En 1980 publicamos en la Revista Vuelta el testamento estremecedor de un moderno Amós. Era una carta abierta al primer ministro Begin titulada La patria peligra, escrita semanas antes de morir por el eminente historiador israelí Jacob Talmon. La política de asentamientos y la ocupación de los territorios palestinos en Cisjordania y Gaza -sostenía Talmon- constituían 'un error fatal': 'El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales es una tentativa de revivir el feudalismo... La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social es una bomba de tiempo'.

De sus estudios sobre nacionalismo europeo, Talmon extraía lecciones claras: la anexión de territorios y la confiscación de tierras, lejos de contribuir a la seguridad interna de Israel, la socavaría por entero; la 'autonomía administrativa' propuesta para los territorios era tan ilusoria como la que a principio de siglo privaba en los dominios del Imperio Austrohúngaro, un orden artificial que estalló en pedazos y condujo a la Primera Guerra Mundial. Ningún conflicto 'tan complicado y teñido de emoción, irracionalidad, temores y sentimientos de venganza' se había resuelto en la historia sin el consejo, la mediación y hasta la participación directa de las potencias de su tiempo, pero la familia internacional se mostraba reacia a intervenir constructivamente, e Israel -que en su momento había contado con la comprensión de muchas naciones- se volvía cada vez más un país aislado.

Más ominoso aún que esos problemas era el resurgimiento de una variante peligrosa del mesianismo judío que había interpretado la victoria en la Guerra de los Seis Días de 1967 como una especie de compensación metahistórica a la tragedia del Holocausto. Muchos colonos de los asentamientos, como la secta mesiánica de Gush Emunim, lo creían así y reclamaban derechos no sólo históricos, sino místicos sobre las tierras bíblicas en Cisjordania. 'Nada hay más despreciable ni dañino que usar sanciones religiosas en un conflicto entre naciones', advertía Talmon, coincidiendo con Gershom Scholem, la mayor autoridad del siglo XX en misticismo judío. Esta mezcla maligna de la esfera religiosa con la política corría el riesgo de 'provocar en los musulmanes una yihad' y desvirtuaba por completo el sentido espiritual de Israel y el legado moral del pueblo judío. A los sionistas originales -recordaba Talmon, aportando un dato central que a menudo se olvida, desconoce o distorsiona- no los inspiraban expectativas religiosas, sino un proyecto socialista de liberación nacional, la búsqueda de un espacio de dignidad para un pueblo paria e inerme, perseguido por dos milenios. A diferencia de aquellos primeros colonos provenientes de Rusia o Europa del Este, que habían llegado a la tierra de sus remotos antepasados a sembrar y arar, a erigir una sociedad justa e igualitaria en convivencia pacífica con los árabes, los nuevos colonos, protegidos por tanques y helicópteros, venían a subyugar, a imperar.

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Talmon no vivió para ver cumplidas sus profecías. En la implacable dialéctica de la historia, la ocupación y los asentamientos exacerbaron vertiginosamente la conciencia nacional palestina. A partir de la primera Intifada (1989) hubo una esperanzadora sucesión de momentos plásticos en los que la historia parecía dúctil (Madrid, Oslo y la Casa Blanca), pero la situación se deterioró hasta desembocar en el infierno actual. Aunque las razones de ese deterioro son muy complejas, a 35 años de la Guerra de los Seis Días puede afirmarse con total certeza que una parte de la responsabilidad en el fracaso -sólo una parte- es atribuible a los gobiernos de Israel. Aquel profeta, como Amós, tenía razón.

En Israel -país democrático dotado de una prensa libre y un poder judicial independiente- nunca han faltado, aun en estos tiempos aciagos, voces y corrientes políticas críticas, liberales y seculares que piensen como Talmon y busquen a toda costa la paz y la seguridad a cambio del retiro integral de los territorios ocupados (David Ben Gurion la propuso, de hecho, en 1967), el desmantelamiento de los asentamientos, el apoyo a la creación del Estado palestino e incluso -cosa inimaginable hace unos años- la conversión de Jerusalén en la capital separada de ambos pueblos. Ésa fue, en esencia, la postura del laborismo de Rabin y Peres, la que privó en las conferencias de Madrid en 1991 y la Casa Blanca en 1993 (donde, a partir de los principios de Oslo, se creó la Autoridad Palestina). Ése fue, sobre todo, el espíritu que Ehud Barak llevó a Camp David y la propuesta que los representantes de ambos bandos estaban a punto de consolidar en las negociaciones de Taba, Egipto, en el año 2001. (En ellas se había pactado la devolución del 96% de los territorios ocupados). ¿Por qué fracasaron? En lo sustancial, por obra y gracia de Yasser Arafat. Fue Arafat quien inexplicablemente frustró esa solución política que habría llevado al establecimiento inmediato del Estado palestino. Fue él quien -en otro giro cruel de la dialéctica histórica- provocaría la caída estrepitosa del laborismo y prepararía el ascenso de su enemigo histórico, el torvo general Sharon. Esa decisión de Arafat evitó que lo rebasara su ala radical, pero implicó necesariamente la apuesta definitiva por el terrorismo martirológico de su propio pueblo. Ésa es la otra parte de la verdad. Por desgracia, no hay profetas palestinos o árabes que (viviendo en esos países) la admitan, critiquen o condenen.

Tampoco parece haber profetas árabes que señalen la responsabilidad histórica de sus autocráticos gobiernos en la tragedia actual. A menos de que se objete, a estas alturas, el derecho de Israel a existir (derecho que Egipto y Jordania aceptaron hace tiempo y que ahora los otros países árabes han comenzado a considerar), esa responsabilidad es mayúscula. Desde un principio, en 1948, Jordania, Egipto, Siria, Líbano, Irak y Arabia Saudita rechazaron la resolución 181 de la ONU que ordenaba el establecimiento de dos Estados, uno judío y otro palestino. Su propósito declarado era 'echar a los judíos al mar', no apoyar a sus hermanos palestinos. Los territorios que ahora son el centro de la querella (Gaza y Cisjordania, incluida Jerusalén) permanecieron en manos egipcias y jordanas por 19 años -con cientos de miles de palestinos hacinados en campos

de refugiados- sin que a esos gobiernos se les hubiese ocurrido jamás establecer en ellos el Estado palestino. En 54 años de existencia, Israel ha vivido como un país sitiado, sin fronteras seguras (caso único en el mundo); ha librado cinco guerras, soportado amenazas nucleares de la antigua Unión Soviética y misiles de Irak. Cuando Anuar el Sadat se atrevió a negociar la paz por la tierra, lo consiguió: a cambio de las fronteras seguras y definidas, Israel retiró sus asentamientos y devolvió la península del Sinaí. El orden logrado por Sadat ha perdurado hasta ahora, pero su ejemplo de realismo político parece cada día más remoto. Murió asesinado por fanáticos poseídos de una fe más incendiaria e irreductible que todas las pasiones nacionalistas juntas: el fundamentalismo islámico, que después de siglos de rumiar sus agravios en la penumbra volvería al escenario mundial (primero con Jomeini, ahora con Al Qaeda y otras organizaciones) ondeando la bandera de la guerra santa contra Occidente.

En medio de la dantesca confrontación de nuestros días suenan en Israel nuevas voces proféticas como las reunidas alrededor del diario Ha'aretz (ejemplo de objetividad a contracorriente): el periodista Gedeon Levy, que pedía una respuesta pacifista, casi gandhiana, a su propio pueblo; o el escritor Amos Oz, que condena la operación militar ordenada por Sharon igual que el terrorismo suicida auspiciado por Arafat. Pero del lado árabe se escuchan pocas voces similares. (Una excepción es el escritor Sari Nussebeih.) Por desgracia, las voces que predominan son otras, muy distintas; voces que recuerdan el mensaje sangriento del profeta fundador: 'Quien no busque el martirio en estos días debe despertar a la mitad de la noche y preguntarse: ¡Díos mío!, ¿por qué me has despojado de la posibilidad del martirio en tu nombre? El mártir vive cerca de Alá... ¡Alá, acepta a los mártires en tus altos cielos, muestra a los judíos un oscuro día, aniquílalos, eleva la bandera de la yihad en toda esta tierra!'. (Sermón del imam Sheikh Ibrahim Madhi en la mezquita Sheikh 'Ijlin de Gaza, trasmitido en vivo por la televisión de la Autoridad Palestina el 12 de abril de 2002).

¿Y dónde están, a todo esto, los profetas seculares, los intelectuales europeos, los herederos de Sartre, Camus, Aron, Orwell, Bertrand Russell y Ortega y Gasset? Casi todos reprueban, con razón plena, la ofensiva de Sharon. Pero esos mismos escritores han mostrado mucho menor sensibilidad hacia los ataques suicidas contra civiles indefensos, de todas las edades, en los cafés, autobuses, mercados y calles de Israel. Esas escenas de terrorismo no alcanzan las mismas primeras planas que las fotografías de Ramala. La acción militar de Sharon (a mi juicio, inadmisible y contraproducente) no es equiparable con los genocidios serbios contra la población musulmana en Bosnia, donde murieron cientos de miles de personas. No obstante, las palabras terribles se usan con ligereza y mala fe: 'genocidio', 'limpieza étnica'. Según el autor británico Ian Buruma, hay una evidente doble moral en la visión de Europa ante el conflicto, y su raíz está en el miedo y la culpa. Miedo de verse involucrada en una situación que recuerde su propio pasado colonial, y oportunidad de liberarse de esa culpa deslindándose del nuevo 'eje del mal': Estados Unidos e Israel. Buruma podía haber agregado tres datos más: la demografía (el peso de los 20 millones de musulmanes europeos), la dependencia del petróleo árabe y el nuevo antisemitismo. En la 'corrección política' frente a las tiranías árabes y al terrorismo fundamentalista Europa puede estar repitiendo la ingenua historia de Chamberlain en 1938: creyendo firmar la 'paz para nuestro tiempo', dio tiempo a la maquinaria de guerra hitleriana. Y algo más: Europa, que a través de los siglos discriminó, persiguió, expulsó y, en no pocas instancias, exterminó a sus judíos (a millones de ellos), tiene el deber de equilibrar y ponderar, con responsabilidad histórica y moral, sus posturas ante el conflicto.

Hay un país europeo que podría modificar levemente su postura, no para variar su rechazo a Sharon, pero sí para señalar con claridad la responsabilidad de Arafat. España, que sufre agudamente el azote terrorista. España, que fue el escenario histórico de la convergencia espiritual entre árabes y judíos. España, a la cual los niños árabes recuerdan como el idílico 'Al-Andalus' y los niños judíos estudian en sus escuelas como la 'Era dorada de Sefarad'. España, la de Averroes y Maimónides, la de Ibn Jazim de Córdoba y Yehuda ha Levy, podría jugar, como lo ha hecho ya alguna vez, un papel central en una reconciliación histórica que ahora se ve imposible. Pero para atenuar los odios teológicos se requieren profetas de paz, no de guerra. Escuchas que alcen la voz contra los errores de ambas partes. Testigos de la verdad, no de la propaganda.

Enrique Krauze es historiador mexicano y director de la revista Letras Libres.

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