Algunas huellas de la leyenda de 'Gilda'
En 1996, cuando Gilda cumplió medio siglo, hubo aquí un intento frustrado de rescatarla para la gran pantalla y sacarla de su injusta reducción a relleno de madrugada en las programaciones de las televisiones. Pero ahora el rescate va en serio y en una sala de Madrid (Pequeño Cine Estudio, calle Magallanes, 1) está de nuevo, y por entero, esta maravilla. No se ve enteramente, en todo su esplendor, una película de esta riqueza, más que en la gran pantalla, donde nació. Pero parece que cuando cumplió 50 años no se hicieron en Estados Unidos suficientes copias nuevas y hubo descuido en el olfato de los guardianes de esta joya cinematográfica, una de las cumbres del cine negro, a la hora de medir qué grado de vigencia conserva. Gilda fue tan popular en su tiempo que quizás por lo que tuvo entonces de estallido universal de glamour fue considerada de alcance histórico limitado e incluso corto.
Y nada más incierto. La leyenda de Gilda sigue viva porque sigue viva la película en cuanto tal. Es más, han crecido sus calidades y se hizo más y más evidente, a medida que el tiempo la pulía de adherencias, su refinamiento formal, que la convierte -a la altura de Laura, Retorno al pasado, La dama se Shanghai y otras obras maestras que condensan las negruras del thriller clásico- en una fuente inagotable de fascinación y de enigma. Es un filme de rara perfección, que sigue, con el rigor de una refinadísima tragedia, un crescendo dramático trazado con exacta y delicada gradualidad. Y que, aunque fuese escrito y realizado por cineastas artesanos, alcanza la genialidad sin llevar grabado dentro el nombre de ningún cineasta de genio. El raro fenómeno, la paradoja de una película genial gracias a la conjunción dentro de ella de ingenios y talentos que por sí solos no son genios, pero que acoplados llegan a serlo al unísono, es uno de los misterios de Hollywood que siguen sin descifrarse. Y Gilda es un caso extremo de este sorprendente acierto.
Y queda de Gilda, por obvio que resulte repetirlo por enésima vez, la propia figura de Gilda, sombra luminosa de las oscuridades de Rita Hayworth. Es Gilda casi una identidad del fondo oculto de aquella hermosa e infortunada estrella, que hizo estallar su belleza dentro de un personaje más cercano y veraz de lo que parece, pues por debajo de su idea suicida de la vida y de la moral funámbula, sobre el filo de una navaja, de que alardea el personaje, hay en él una sutil y casi secreta representación del desamparo, la fragilidad y la inocencia de la actriz que lo creó. De ahí que en la punta de la genialidad colectiva que hizo a Gilda esté Rita Hayworth en carne y hueso, una mujer herida que llenó a su personaje de sí misma y le movió con el impulso de su infelicidad. Su segundo marido, Orson Welles, describió con crueldad y ternura a esta trágica mujer, cuando un día le contaron que Rita identificaba a su matrimonio con él como la etapa más feliz de su vida; y Welles, tras uno de sus intensos silencios, replicó: 'Podéis imaginar lo que fue el resto de su vida, si para ella la felicidad era aquel horror'.
Parece, dicho así, muy arriesgado identificar a la gozadora y expansiva Gilda con su dolorida y escondida creadora Rita Hayworth, pero no lo es tanto en una visión actual de la película, que nos permite contemplarla al trasluz de lo que el personaje dice de sí mismo y, por carambola, de la actriz: 'Soy una mujer fatal, porque mi destino es fatal'. No es fácil verlo, hay que apretar los ojos para lograrlo de soslayo, pero está materialmente incorporado a la imagen del filme que Rita -casi enloquecida por la súbita muerte, ocurrida poco antes del rodaje, de su madre, que fue única persona que ella amó- creó a aquella gozadora, depredadora y desafiante Gilda, que expulsaba a chorros ganas y alegría de vivir, sumida en un estado de devastación íntima tan agudo que la obligaba a interrumpir escenas de puro goce con violentas e inexplicables crisis de llanto.
Éstas y otras trastiendas del desgarro de Rita Hayworth se aprietan dentro de la pantalla y la enriquecen hasta hacerla reventar de tensión, de llamada al sexo y a la exaltación, pero también de desaliento y de pequeñas pinceladas que son indicios de una angustiosa y turbadora lucha íntima. El director, un sagaz húngaro exiliado que se hacía llamar Charles Vidor, y algunos compañeros de reparto, sobre todo Glenn Ford, que la conocía y la amaba, se dieron cuenta del agotador esfuerzo mental y moral que Rita Hayworth estaba haciendo para componer aquel liberados y terrible autorretrato, y la sostuvieron y empujaron, en un ejercicio de solaridad como se recuerdan pocos en el cine, que es un mundo duro, donde cada uno tira de su cuerda y se olvida de quien a su lado tira de la suya. Y, en parte, de ahí viene que la leyenda de Gilda siga viva, porque su esfuerzo de creación se alimentó de una sensibilidad desnuda, sin piel, en carne viva. Y esto no muere.
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