Incontinencia mimética
La gran invención del deporte moderno, realizada por la misma gentry británica inventora del capitalismo y el parlamentarismo, significó la 'contención' ritual de la violencia competitiva (Norbert Elias dixit). En eso consisten las famosas reglas de juego limpio (fair play) que obligan a competir respetando escrupulosamente los derechos del adversario, sobre todo si éste resulta vencido. Y entre tales derechos destaca por supuesto el de su integridad física. Prohibido agredir, dar patadas en la espinilla, pegar puñetazos en el vientre, etc, etc: eso es jugar con limpieza y deportividad. Lo cual exigió inhibir la violenta rudeza que hasta la invención del sport había caracterizado a los juegos populares con que se entretenía la juventud masculina, y de ello se encargó el reglamento de cada deporte, cuya función era no sólo crear rivalidad entre los antagonistas y expectación ante la incertidumbre del resultado, sino sobre todo controlar la propensión a la dureza del juego violento. Por eso el deporte de competición contiene a la violencia en el doble sentido de la expresión, pues tanto la 'reprime' como la 'sublima', dicho sea en términos freudianos. La contiene externamente porque la suprime, al prohibirla y penalizarla. Pero la contiene en su interior porque la expresa simbólicamente, alimentando un tenso antagonismo latente.
Estas dos contenciones de la violencia componen la doble faz, jánica y bifronte, del deporte moderno, cuya cara trasluce limpieza y deportividad, como corresponde a un juego entre caballeros (gentlemen), pero cuyo revés revela beligerancia y agresividad, manifestando una lucha a cara de perro. Y entre ambos platillos del balancín -el derecho de la caballerosidad y el siniestro de la hostilidad- se establece un tenso equilibrio oscilante, que constituye uno de los más fascinantes encantos del juego. Pero semejante equilibrio es tan frágil que -al igual que sucedía en las películas sobre el equilibrio del terror en la guerra fría- cualquier incidente casual amenaza con romperlo, precipitando al juego en un conflicto mucho más trágico. En efecto, basta con una mala interpretación de un gesto equívoco para que la sublimación se desvanezca y el autocontrol se esfume, retornando la violencia reprimida. Y entonces la limpieza del juego entre caballeros se convierte en una sucia refriega entre rufianes.
La violencia es quizás el acto humano más contagioso, sólo comparable con la risa y el juego. Por eso, cuando la violencia se asocia con el juego, como sucede en los deportes de competición, el cóctel puede resultar explosivo. Ha sido René Girard quién más ha insistido en que la 'violencia mimética' se halla en la raíz misma de la convivencia humana, por lo que no existe orden social posible sin su público control. Sobre todo cuando el contagio de la violencia en el juego se convierte en un espectáculo público, que además es amplificado por los medios audiovisuales de comunicación masiva. Pues entonces la 'violencia mimética' se propaga instantáneamente por toda la red social, estallando como si fuera un pánico colectivo.
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