Las servidumbres del requisito
Hace unos días se ha aprobado el decreto del Gobierno valenciano por el que se establece el requisito lingüístico como indispensable para el acceso a la función pública docente en los niveles educativos obligatorios. De esta manera, los opositores de este año deberán acreditar oficialmente un determinado nivel de conocimiento de valenciano, como paso previo para enfrentarse más tarde a la oposición. Como viene siendo habitual, la actuación del Consell no ha estado exenta de polémica, con esa política tan característica de poner una vela a Dios y otra al diablo. Con el establecimiento por ley del requisito lingüístico se da satisfacción a una vieja reivindicación de ciertos sectores de la sociedad valenciana, como nacionalistas, sindicatos, colectivos de izquierda, etc. Por otro lado, la falta de reconocimiento de los títulos de Filología Catalana -ni siquiera de los dispensados por las universidades valencianas- como posibles certificaciones del nivel de competencia exigido, pretende contentar a amplios sectores de la derecha que han hecho del secesionismo lingüístico una importante bandera política durante las últimas décadas. Aunque esta última cuestión merece atención por sí misma, y así viene ocurriendo en los últimos días, quisiera centrar el interés de este artículo sobre otro aspecto que, probablemente, merecerá mucha menos consideración en la opinión pública, al menos en la publicada.
Nadie discute el derecho de los gobiernos a legislar en defensa de las lenguas autóctonas
El requisito lingüístico previo es una muestra del provincianismo que atenaza nuestra cultura
Quienes llevan reivindicando esta medida desde hace años, sostienen que con ello la Comunidad Valenciana se homologa por fin al resto de las comunidades autónomas con lengua propia, que, desde hace ya años, vienen exigiendo el conocimiento de éstas en el acceso a la función pública. En primer lugar, esta afirmación no es enteramente cierta, ya que si bien Navarra tuvo, efectivamente, una ley similar para el acceso a las plazas docentes de los territorios vascohablantes del norte de la comunidad, ésta fue derogada hace un par de años. Por otro lado, nadie discute a estas alturas el derecho de los gobiernos autonómicos a legislar en defensa de las lenguas autóctonas. Es una obviedad, reconocida por todos aquellos que no quieran cerrar los ojos a realidades que les son ajenas, que los valores afectivos y simbólicos asociados a las lenguas son tan importantes como los puramente referenciales. De ahí que sea perfectamente comprensible que los hablantes de las lenguas diferentes al castellano deseen verlas normalizadas desde el punto de vista social tras décadas de abandono. Si existen atributos que permiten identificar colectivos humanos como las nacionalidades, ciertamente uno de los más relevantes es la lengua compartida.
Ahora bien, lo preocupante de políticas lingüísticas como las que exigen el requisito lingüístico como barrera previa (e insisto en el adjetivo) para el acceso a la función pública, radica en la vulneración de principios constitucionales que afectan a la vida de millones de individuos que conviven bajo las mismas leyes. La igualdad de todos ante la ley, con independencia del sexo, el credo religioso o la lengua aparece gravemente trastocada en la práctica cuando leyes como ésta impiden de raíz la movilidad de las personas. O lo que es peor aún, la inmovilidad de unas, frente a la política de puertas abiertas para las más afortunadas. Así, con leyes como la que se acaba de aprobar en nuestra comunidad, un salmantino o un andaluz tienen vedado el acceso a las oposiciones de enseñanza primaria o secundaria de media España, o bastante más de media, si tenemos en cuenta la importancia demográfica y socioeconómica del País Vasco, Cataluña, Galicia y ahora la Comunidad Valenciana. Y ello con independencia de sus conocimientos, de sus expedientes académicos o de su capacidad como futuros docentes. Por el contrario, un catalán o un valenciano pueden probar fortuna aquí o allá: nada se lo impide, porque ni en Andalucía ni en Castilla-León le exigirán demostrar su competencia en castellano (o en andaluz). Al menos de momento.
Con todo, lo peor es que en comunidades como la nuestra podría haberse asegurado entre los docentes una competencia real sobre la lengua, que además hubiera resultado mucho menos lesiva para los intereses individuales, tanto de los que ya imparten clase en los colegios e institutos valencianos, como de los que ya no podrán acceder a nuestras aulas en virtud de la barrera insoslayable impuesta por el requisito. Por ejemplo, el grado medio que concede la Junta Qualificadora de Coneiximents de Valencià, que al parecer va a ser solicitado para la mayoría de los profesores, podría haberse exigido a todos aquellos que aprobaran la oposición en un plazo que se considerase razonable. Al tiempo las autoridades podrían haber establecido la fórmula legal que garantizara que, de otro modo, nadie podría consolidar la condición de funcionario. Lo más gracioso del caso es que algo parecido a esto venía diciendo ya la normativa sobre oposiciones desde hace casi dos décadas, pero años de desidia y de dejadez por parte de las autoridades educativas han impedido llevar a la práctica una medida que hubiera sido mucho más lógica y armoniosa.
A mi modo de ver, el requisito lingüístico previo es una muestra más del provincianismo que ha atenazado secularmente nuestra cultura, antes por unos motivos y ahora por otros. Pero son muchos los intereses inconfesables que abogan por un estado de cosas como el presente. Para los políticos, estén en el gobierno o en la oposición, se trata de ganar votos o cuando menos de no perderlos. Resulta chocante que el PSPV se haya sumado a la reivindicación del requisito... justo a partir del momento en que ha pasado a la oposición. No puede decirse que no tuvo tiempo para haberlo puesto en práctica. Y qué decir del gobierno del PP, contrario a cualquier medida que favoreciera la normalización social del valenciano cuando se oponía visceralmente a la política 'catalanista' de Ciprià Ciscar al frente de la Consejería de Educación. O los sindicatos, defensores de políticas como ésta, que autodefinen como progresistas a fuerza de repetirlo, cuando en la práctica no pasan de corporativistas. Si exceptuamos a los nacionalistas, que nunca han escondido sus reinvindicaciones bajo ninguna bandera que no fuera su propio ideario político e ideológico, nos encontramos con una situación ciertamente contradictoria, que hace bueno aquello de 'entre todos la mataron y ella sola se murió'.
Y mientras tanto será la calidad de la enseñanza la que salga perdiendo, aunque eso ya no es ninguna novedad. No aspiraremos a contar con los mejores profesores, vengan de donde vengan, pero sí a que el hijo del cartero o la sobrina del electricista, que son de aquí, de toda la vida, les den clase a nuestros hijos. De momento es la educación obligatoria la que se va a formar con estos mimbres, y se libra la universidad. Pero todo se andará. En algunos lugares el asalto ya ha empezado.
José Luis Blas Arroyo es catedrático de universidad en el área de Lengua Española de la Universidad Jaume I.
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