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Columna
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La Andalucía del estruendo

Según la Magna Carta que nos rige, cada español tiene 'el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo' (Artículo 45.1). Está muy bien: derecho a disfrutar de un entorno limpio (disfrutar: magnífica palabra que siempre me ha llamado la atención), y obligación a defenderlo.

Si podemos creer las estadísticas que se publican por ahí, tanto en la prensa española como en la extranjera, España ocupa el dudoso puesto de segundo país más ruidoso de... ¿Europa? No. Del mundo. El primero es Japón. Pero, si bien por aquellos pagos nipones la sobrecarga decibélica tiene origen industrial, en España es demasiado a menudo el producto del personal.

Andalucía no es excepción a la regla. Aquí lo que tenemos, cada vez más, es un infierno acústico infligido por unos a otros. Y no me refiero sólo al botellón.

Como se sabe, algún iluminado ha inventado ahora el término 'segunda modernización', que se va a debatir próximamente en la conferencia del PSOE en Granada. La primera, desde luego, no resolvió la cuestión que me ocupa. Y, si no me equivoco, Medio Ambiente no ha anunciado que uno de sus metas en esta nueva etapa será conseguir que los andaluces, y los que lleguen a este Sur maravilloso en busca de descanso y sosiego vayan a poder dormir por la noche.

Leo que cuatro consejerías se unirán para tratar de salvar el lince ibérico. Es una excelente noticia. ¿Por qué no se suman parecidas fuerzas para poner coto a los abusos sonoros que están deteriorando a pasos agigantados la calidad de vida en Andalucía?

Provoca estas consideraciones lo que está pasando en el lugar granadino donde fijé mi residencia diez años atrás, y de cuyo nombre prefiero hoy no acordarme. Aquí, desde hace unos meses, los ciclomotores y motos hacen ya la vida imposible a cualquier vecino que tenga un poco de sensibilidad. Día tras día, noche tras noche, ante la pasividad del Ayuntamiento (mayoría absoluta socialista), cinco o seis niñatos se encargan de dar vueltas a todo gas por las estrechas calles del empinado pueblo, con los silenciadores de sus aparatos debidamente amañados para producir el máximo ruido. El alcalde dice que no puede hacer nada porque el municipio no tiene un instrumento para medir los decibelios. La Guardia Civil alega que sólo puede intervenir cuando hay infracciones de tráfico. ¿Ejercer su autoridad los padres de las criaturas? Me van a hacer reír. Y todavía no ha llegado el verano.

Ocurre lo mismo -¿alguien lo ignora?- a lo largo y a lo ancho de las ocho provincias.

¿Cómo es posible que nuestros políticos sean tan insensibles e ineficaces cuando Andalucía depende en gran medida del turismo?

¿No se dan cuenta, además, de que los niñatos infractores, a quienes nadie les llama la atención, van a ser pésimos ciudadanos futuros?

Antes de convertirme en asesino, ya estoy buscando un rincón andaluz donde me garanticen el disfrute de mi derecho constitucional a un medio ambiente adecuado para mi desarrollo. ¿Existe tal lugar todavía? Si fuera así, por favor, que me lo comuniquen.

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