El perfil malo de Dios
Los creyentes están obligados a creer por encima incluso de la propia Iglesia. Por encima de una Iglesia que no admite la homosexualidad. ¿Rechazaba Cristo a los homosexuales? Por encima de una Iglesia que impone el celibato a sus sacerdotes, predica la abstinencia, y censura los preservativos que podrían evitar muertes por sida. ¿De la Biblia vienen esos preceptos? Seguramente muchos creyentes hayan sentido la llamada de Dios. Por encima de una Iglesia que ahora se ha sorprendido muchísimo de que entre sus filas hubiese pederastas. Por encima de una Iglesia que es una gran empresa comercial del siglo XXI, pero cuya ideología sigue anclada siglos atrás. Obligados a creer incluso por encima del Papa. Porque se supone que la fe es eso: creer en lo que no se puede ver. Así que todo el oropel sobra.
No voy a ser yo el que tire la primera piedra. El asunto de los curas pederastas norteamericanos expulsados por los cardenales es sólo una excusa para hablar de la cara de Dios. La cara de Dios no sale favorecida, cuando debería ser de lo más fotogénica. Y a veces parece que la Iglesia es el mal perfil de Dios. No es de extrañar que entre los jóvenes no se produzca un acercamiento hacia ella, porque ven a Dios con mala cara cuando miran hacia el Vaticano. Sí, puede que en ellos permanezca una idea de Dios, un soplo de fe, una duda quizás, pero tal vez jamás pongan los pies en una iglesia para escuchar una misa; quizás porque, tras el desencanto, su fe no pertenece a ninguna religión y es una suma de todas ellas; quizás porque su Dios posee un rostro que se han fabricado a su medida y que nadie ha tenido que pintar por ellos. El retrato de Dios, o más bien la máscara de Dios, no la han visto en la vidriera de la catedral, sino en algún otro lugar, tal vez en la contemplación de la bóveda celeste.
Muchos jóvenes han llegado por su propio pie a un sincretismo religioso en el que se puede creer, por ejemplo, en Jesucristo y en la reencarnación a la vez. Dicen creer en un Dios, pero no en aquel que les muestra la Iglesia. Es el Dios a medida, un Dios personal cuyo máximo precepto se resume en las siguientes palabras: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Una sencilla enseñanza de consumo rápido, en un mundo materialista y competitivo donde, según parece, Dios viaja en Harley Davidson. Ese Dios de la moto es el nuevo redentor que están esperando muchos jóvenes, y no el Dios rencoroso y vengativo que a mí me inculcaron en la niñez, y que ahora, lo quiera o no, llevo conmigo, en algún lugar de mi subconsciente, como un incómodo pasajero. La mejor labor de la Iglesia no se desarrolla precisamente entre los lujosos mármoles del Vaticano, ni siquiera bajo el baldaquino de San Pedro, sino mucho más lejos, en el llamado Tercer Mundo, allí donde entierran sacerdotes que fueron asesinados por denunciar la corrupción y el narcotráfico, allí donde viven monjas que cuidan de un enfermo durante las 24 horas del día sin apenas dormir, allí donde los misioneros y misioneras se dejan la piel por ayudar a la población tras una catástrofe o una hambruna. Cuando uno se fija en estos currantes, Dios sale guapo, favorecido.
Quizás muchos de esos trabajadores en la sombra opinen que la Iglesia debería atender a una profunda transformación interior. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que esto suceda? ¿Cuántos lustros hasta su propia redención? No olvidemos que hasta hace pocos siglos, ni las mujeres, ni los indios, ni los negros tenían alma. Así que habrá que esperar. Mientras tanto, creeremos en un Dios que viaja en una Harley, o en un orden universal, o en el ratoncito Pérez. No nos queda más remedio, porque a muchos la Iglesia nos ha abandonado. O acaso nosotros hemos salido corriendo.
No es de extrañar que ésta sea época de brujas y de magia, de rituales satánicos y de sectas. La llamada filosofía new age ha intentado inventarse nuevas visiones del mundo reinterpretando a Dios. Pero en realidad, lo más probable es que todos y cada uno de nosotros llevemos un dios propio, sin mayúscula, conglomerado de creencias diversas, incluso de vivencias y recuerdos. Un dios que intenta hacerse oír entre líneas, bajo la sospecha de que no es el que nos presentaron en nuestra infancia, ni el que representa el Papa en su papamóvil, sino otra idea que ha crecido con nosotros independientemente de todo ello. Tal vez la solución al problema radique en la intuición de que, haya o no un dios, a veces es mejor no mezclarlo con la Iglesia.
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