¿Marcha parda sobre el continente?
Tumultos en el Parlamento. Gritos, empujones y nervios desatados. Cruce de descalificaciones entre adversarios. Las trincheras en el foro democrático hacen imposible el debate. Las posturas enfrentadas son irreconciliables. No hay denominador común entre unos y otros. Un caudillo nacional toma la palabra para demostrar el desprecio abismal que profesa a su audiencia crítica y a la propia sede de debate parlamentario en la que interviene. Y sugiere que quienes se oponen a su política tienen poco futuro.
¿Dónde estamos? ¿En el Reichstag en 1933? ¿En aquella tambaleante República de Weimar con su recién estrenado canciller imperial Adolfo Hitler al que muestran su desaprobación demócratas centristas, socialistas y comunistas? ¿Ante la triunfal llegada al símbolo de la democracia parlamentaria alemana de su verdugo designado y ante la protesta de quienes habrán de ser poco después sus víctimas, unas más en aquella inmensa carnicería del siglo XX que culminó en la Conferencia de Wannsee y el consiguiente Holocausto?
En Europa surgen viejos y nuevos fantasmas que acechan amenazantes en el camino, hasta ahora aparentemente lógico, de la unificación política y social
No. Estamos en la próspera ciudad europea de Bruselas en el año 2002, miércoles pasado. El Parlamento Europeo recibía con expresiones de conmoción, estupor e indignación al gran triunfador de la primera ronda de las elecciones presidenciales francesas, Jean-Marie Le Pen, gran timonel de la ultraderecha francesa, racista manifiesto, antieuropeísta y fustigador de desviaciones liberales. Le Pen no llegó a hablar un minuto en ese Parlamento Europeo del que es miembro y que le ha servido como cámara de resonancia para su mensaje que tanto se parece a la llamada al odio, al resentimiento y al alzamiento nacional del ex alférez austriaco que habría de quebrar a un Parlamento en Berlín que, apenas un año después, en 1934, se hundiría, pasto de las llamas de un incendio que fue mucho más que un símbolo.
Desde que en la tarde del pasado domingo Europa tuvo conciencia de lo que le acababa de pasar en Francia, puede no ser un fantasma el que recorre el continente, pero sin duda todo el mundo ha percibido el escalofrío. Francia es mucho más que un país y una nación para este continente tan maltratado por la historia. Francia es una idea que envuelve algunos de los más nobles principios, propósitos e ideales que han hecho de este continente, tras inmensos sufrimientos, la región más tolerante, más humanista y más compasiva del mundo.
Su revolución y su cultura previa y posterior han sido el poso más generoso para la emoción y la identidad de una Europa libre defendida por ciudadanos, frente a etnicismos, sueños o pesadillas del lema romántico etnicista alemán de 'Blut und Boden' (Sangre y tierra), los oscurantismos católicos del sur y los rigorismos protestantes del norte.
Que en Austria un populista con simpatías al Tercer Reich entre en un Gobierno de Viena era un desagradable revés para una Europa en camino hacia la unidad política. Que en un país tradicionalmente tan descompensado políticamente como Italia, un amigo de mafiosos como Silvio Berlusconi formara Gobierno con fascistas reconvertidos o no era una señal de alarma mayor.
Pero que, en Francia -siempre nos quedará París, se decía, cuando todos los demás nos fallaran-, los ciudadanos hayan otorgado ahora carta de candidatura directa a la presidencia de la República a un personaje que considera Auschwitz 'un detalle menor de la historia', que quiere dinamitar el primer gran proyecto histórico de armonía europea desde el Imperio Romano y que hace ostentación de su desprecio a las razas que no sean la propia es un hecho que ha sacudido a la conciencia de Europa.
Es el primer gran indicio de que, en este mundo globalizado, con todas sus tensiones y peligros, desaparecida la bipolaridad, lanzado Estados Unidos a la manifestación universal de su potencia única e incontestada, en Europa surgen viejos y nuevos fantasmas que acechan amenazantes en el camino hasta ahora aparentemente lógico y perfectamente asumido de la unificación y homogeneidad política, social y económica. Pocos dudaban de la salubridad y conveniencia de esa vía hasta hace pocos años. Hoy es radicalmente distinto.
Surgen los miedos por doquier y causan estragos. Retornan paralelismos que disparan el miedo y lanzan a los electorados a reacciones tan humanas como potencialmente aterradoras. A finales del siglo pasado en Viena, la llegada masiva de judíos de Rusia huyendo de los pogromos zaristas generaron unos miedos entre las clases bajas vienesas que encumbraron al alcalde Karl Lueger, gran líder del antisemitismo ideológico y referencia imprescindible para Hitler en su libro Mein Kampf.
Cultura antidemocrática
Nadie supo entonces plantear alternativas convincentes a las propuestas nazis para resolver los problemas emergentes. Ese fracaso fue causa de la fuerte efervescencia de la cultura antidemocrática que va desde Oswald Spengler, en su Hundimiento de Occidente, hasta Jünger y tantos otros. Hoy, otra vez, los partidos de izquierdas andan errantes entre diversas correcciones políticas timoratas, cómodas para sus élites, incomprensibles para sus bases naturales. La derecha democrática, minada por la mediocridad y la corrupción, Chirac es el mejor ejemplo, hace seguidismo de los lemas de ultraderecha para después verse saqueada de votos por la misma.
Los atentados nazis y antisemitas en toda Europa son sólo la punta de un iceberg de miedos, resentimientos y zozobra al que se van fundiendo en los últimos años, por miedo, los sectores sociales que se consideran perdedores absolutos de una evolución vertiginosa del mundo sobre la que no tienen influencia alguna. El miedo al extraño-al inmigrante- y el frío ante el mundo -la inseguridad y la precariedad- los llevan a buscar protección bajo el manto de las grandes soluciones simples. Amplias masas se sienten víctimas de una vorágine histórica fruto de una alianza entre entes sin patria como sus propias élites pudientes e ilustradas, los inmigrantes competidores en trabajo y espacio vital en las urbes europeas y grupos de presión reales o imaginarios.
Si los grandes partidos no abren pronto con seriedad y lealtad democrática el debate sobre los nuevos fenómenos que angustian a gran parte de sus antiguos electores, el éxito de las opciones de simpleza brutal y antidemocrática actuales puede ser sólo la antesala de mayores monstruosidades. Recuerda a Weimar.
Tumultos en el Parlamento. Gritos, empujones y nervios desatados. Cruce de descalificaciones entre adversarios. Las trincheras en el foro democrático hacen imposible el debate. Las posturas enfrentadas son irreconciliables. No hay denominador común entre unos y otros. Un caudillo nacional toma la palabra para demostrar el desprecio abismal que profesa a su audiencia crítica y a la propia sede de debate parlamentario en la que interviene. Y sugiere que quienes se oponen a su política tienen poco futuro.
¿Dónde estamos? ¿En el Reichstag en 1933? ¿En aquella tambaleante República de Weimar con su recién estrenado canciller imperial Adolfo Hitler al que muestran su desaprobación demócratas centristas, socialistas y comunistas? ¿Ante la triunfal llegada al símbolo de la democracia parlamentaria alemana de su verdugo designado y ante la protesta de quienes habrán de ser poco después sus víctimas, unas más en aquella inmensa carnicería del siglo XX que culminó en la Conferencia de Wannsee y el consiguiente Holocausto?
No. Estamos en la próspera ciudad europea de Bruselas en el año 2002, miércoles pasado. El Parlamento Europeo recibía con expresiones de conmoción, estupor e indignación al gran triunfador de la primera ronda de las elecciones presidenciales francesas, Jean-Marie Le Pen, gran timonel de la ultraderecha francesa, racista manifiesto, antieuropeísta y fustigador de desviaciones liberales. Le Pen no llegó a hablar un minuto en ese Parlamento Europeo del que es miembro y que le ha servido como cámara de resonancia para su mensaje que tanto se parece a la llamada al odio, al resentimiento y al alzamiento nacional del ex alférez austriaco que habría de quebrar a un Parlamento en Berlín que, apenas un año después, en 1934, se hundiría, pasto de las llamas de un incendio que fue mucho más que un símbolo.
Desde que en la tarde del pasado domingo Europa tuvo conciencia de lo que le acababa de pasar en Francia, puede no ser un fantasma el que recorre el continente, pero sin duda todo el mundo ha percibido el escalofrío. Francia es mucho más que un país y una nación para este continente tan maltratado por la historia. Francia es una idea que envuelve algunos de los más nobles principios, propósitos e ideales que han hecho de este continente, tras inmensos sufrimientos, la región más tolerante, más humanista y más compasiva del mundo.
Su revolución y su cultura previa y posterior han sido el poso más generoso para la emoción y la identidad de una Europa libre defendida por ciudadanos, frente a etnicismos, sueños o pesadillas del lema romántico etnicista alemán de 'Blut und Boden' (Sangre y tierra), los oscurantismos católicos del sur y los rigorismos protestantes del norte.
Que en Austria un populista con simpatías al Tercer Reich entre en un Gobierno de Viena era un desagradable revés para una Europa en camino hacia la unidad política. Que en un país tradicionalmente tan descompensado políticamente como Italia, un amigo de mafiosos como Silvio Berlusconi formara Gobierno con fascistas reconvertidos o no era una señal de alarma mayor.
Pero que, en Francia -siempre nos quedará París, se decía, cuando todos los demás nos fallaran-, los ciudadanos hayan otorgado ahora carta de candidatura directa a la presidencia de la República a un personaje que considera Auschwitz 'un detalle menor de la historia', que quiere dinamitar el primer gran proyecto histórico de armonía europea desde el Imperio Romano y que hace ostentación de su desprecio a las razas que no sean la propia es un hecho que ha sacudido a la conciencia de Europa.
Es el primer gran indicio de que, en este mundo globalizado, con todas sus tensiones y peligros, desaparecida la bipolaridad, lanzado Estados Unidos a la manifestación universal de su potencia única e incontestada, en Europa surgen viejos y nuevos fantasmas que acechan amenazantes en el camino hasta ahora aparentemente lógico y perfectamente asumido de la unificación y homogeneidad política, social y económica. Pocos dudaban de la salubridad y conveniencia de esa vía hasta hace pocos años. Hoy es radicalmente distinto.
Surgen los miedos por doquier y causan estragos. Retornan paralelismos que disparan el miedo y lanzan a los electorados a reacciones tan humanas como potencialmente aterradoras. A finales del siglo pasado en Viena, la llegada masiva de judíos de Rusia huyendo de los pogromos zaristas generaron unos miedos entre las clases bajas vienesas que encumbraron al alcalde Karl Lueger, gran líder del antisemitismo ideológico y referencia imprescindible para Hitler en su libro Mein Kampf.
Cultura antidemocrática
Nadie supo entonces plantear alternativas convincentes a las propuestas nazis para resolver los problemas emergentes. Ese fracaso fue causa de la fuerte efervescencia de la cultura antidemocrática que va desde Oswald Spengler, en su Hundimiento de Occidente, hasta Jünger y tantos otros. Hoy, otra vez, los partidos de izquierdas andan errantes entre diversas correcciones políticas timoratas, cómodas para sus élites, incomprensibles para sus bases naturales. La derecha democrática, minada por la mediocridad y la corrupción, Chirac es el mejor ejemplo, hace seguidismo de los lemas de ultraderecha para después verse saqueada de votos por la misma.
Los atentados nazis y antisemitas en toda Europa son sólo la punta de un iceberg de miedos, resentimientos y zozobra al que se van fundiendo en los últimos años, por miedo, los sectores sociales que se consideran perdedores absolutos de una evolución vertiginosa del mundo sobre la que no tienen influencia alguna. El miedo al extraño-al inmigrante- y el frío ante el mundo -la inseguridad y la precariedad- los llevan a buscar protección bajo el manto de las grandes soluciones simples. Amplias masas se sienten víctimas de una vorágine histórica fruto de una alianza entre entes sin patria como sus propias élites pudientes e ilustradas, los inmigrantes competidores en trabajo y espacio vital en las urbes europeas y grupos de presión reales o imaginarios.
Si los grandes partidos no abren pronto con seriedad y lealtad democrática el debate sobre los nuevos fenómenos que angustian a gran parte de sus antiguos electores, el éxito de las opciones de simpleza brutal y antidemocrática actuales puede ser sólo la antesala de mayores monstruosidades. Recuerda a Weimar.
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