¿Mártires o inquisidores?
En el discurso inaugural de la última Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid, ha comparado las actuales 'agresiones' contra la Iglesia católica con las sufridas por los mártires cristianos en los primeros siglos del cristianismo. A mi juicio, cualquier parecido entre ambas situaciones sería pura coincidencia, porque los mártires se negaban a adorar al emperador y confesaban su fe contra el sistema, mientras que la jerarquía católica actual vive cómodamente instalada en el sistema, de quien recibe pingües beneficios por serle fiel. Por lo demás, las críticas más severas no proceden hoy de 'trasnochados anticlericales', sino del interior mismo de la Iglesia: movimientos cristianos de base, teólogos y teólogas, sacerdotes en activo, religiosos y religiosas, etc. Esas críticas se centran en dos casos: Gescartera y el profesorado de religión.
La implicación de congregaciones religiosas, obispados e incluso organizaciones de solidaridad de signo católico en el escándalo de Gescartera constituye una de las más graves manifestaciones del deterioro moral de la Iglesia católica institucional y de algunos de sus responsables. Confirma, a su vez, la contradicción calculada de dicha Iglesia y algunas de sus instituciones, que desde tiempos inmemoriales han condenado la usura, mientras que actualmente la practican de múltiples formas.
El imperativo ético-evangélico de la opción por los pobres ha dado paso a la opción por la rentabilidad económica. Se produce así un cambio no sólo del espíritu, sino de la letra misma del evangelio, que dice: 'No se puede servir a dos señores: a Dios y al dinero' (Mateo, 6, 24). Estamos ante un caso de extorsión económica a los pobres, ya que los fondos procedentes de cristianos de buena voluntad y del Estado no se han utilizado para la solidaridad, que es el fin de los donantes, sino para especular. De esta manera, la Iglesia católica institucional está a punto de perder la poca credibilidad que todavía conservaba en el terreno de la ayuda solidaria a los colectivos sociales más necesitados.
La neutralidad del Estado laico en materia religiosa debe hacerse realidad en el plano económico, hasta el punto de eliminar toda dotación a las religiones. Las aportaciones voluntarias de los propios creyentes han de ser la vía ordinaria de financiación de la Iglesia católica, así como del resto de las religiones. ¿Por qué un Estado no confesional tiene que financiar el culto y a los ministros de una religión, cuando se trata de un servicio religioso y no de un servicio social?
Con la no renovación de los profesores y las profesoras de religión, la Conferencia Episcopal Española y el Gobierno del Partido Popular, responsable de la reforma de los contratos de los profesores de religión de 1999, retroceden a la época del nacionalcatolicismo. Los obispos reclaman como derechos lo que en una sociedad democrática son privilegios, y el Gobierno parece legitimar todos los comportamientos de la Iglesia, por arbitrarios que sean, como los despidos de los enseñantes de religión.
Estamos ante una nueva edición, corregida y aumentada, de la caza de brujas, con los obispos como inquisidores, y el Gobierno del PP, como colaborador necesario para llevar a cabo una limpieza religiosa que no ha hecho más que empezar. Si dicha limpieza no se detiene a tiempo a través de los cauces que tiene toda sociedad democrática, como son la intervención del Poder Legislativo para corregir las leyes lesivas de los derechos de los ciudadanos, la actuación inmediata del Poder Judicial, para juzgar -y sancionar, en su caso- a los responsables de los comportamientos lesivos, y la mediación del Poder Ejecutivo para frenar los abusos de la jerarquía, se corre el peligro de socavar los cimientos de la sociedad democrática.
Comportamientos como los adoptados con los docentes de religión acercan a los obispos más al inquisidor Torquemada del siglo XV que a los jueces de nuestras sociedades democráticas. Hoy, como entonces, se vuelven a controlar no sólo las creencias religiosas, sino la propia vida. Me viene a la memoria el 'Gran Hermano' de la novela 1984, de George Orwell. Nada hay que escape a la mirada omnipresente de los 'inspectores' del profesorado de religión.
La actitud excluyente de la jerarquía choca con la actitud acogedora de todos los sectores de la comunidad educativa -padres, profesores, alumnos- con las personas represaliadas y, por supuesto, con la actitud comprensiva de Jesús de Nazaret para con las personas de su entorno, sin discriminar a nadie por su estilo de vida o sus actitudes religiosas.
En la base de la actitud de los obispos, que muchos consideramos anticonstitucional, contraria a la legislación laboral vigente y poco evangélica, se encuentran los Acuerdos entre el Estado español y la Iglesia católica, firmados en 1979, que están siendo aplicados de manera discriminatoria tanto por la cúpula episcopal como por el Gobierno de la nación y son utilizados por algunos obispos para ocultar operaciones de dudosa legalidad democrática. Ha llegado el momento de revisar en profundidad los Acuerdos y adecuarlos al Estado no confesional o, en su caso, denunciarlos, para que no quede resto alguno de confesionalidad encubierta ni de privilegios para el catolicismo. ¡Cuanto más si, a pesar de ser firmados tras la aprobación de la Constitución, contienen elementos preconstitucionales, como reconocen cualificados juristas!
La presencia de la religión en la enseñanza no puede tener carácter confesional. La religión es más importante que las diferentes confesiones religiosas que la encarnan. Por eso no puede ser monopolizada por una sola entidad religiosa. Su enseñanza en los centros públicos y en los financiados con fondos públicos debe desarrollarse en un clima de diálogo interreligioso e intercultural multilateral. El acceso a la docencia de la religión ha de tener lugar en las mismas o similares condiciones que el resto del profesorado. La relación laboral ha de ser con el Estado o con las comunidades autónomas que tienen transferidas las competencias en materia de educación, sin interferencia alguna de las confesiones religiosas.
Termino con el severo juicio de san Juan Crisóstomo (344-407), padre de la Iglesia de Oriente y patriarca de Constantinopla, sobre la actitud mercantil de los obispos del siglo IV, por si fuera aplicable a algunos de los jerarcas católicos de hoy: 'Nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que sus tutores, los administradores y los tenderos. Su única preocupación debieran ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen cada día la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros'.
Juan José Tamayo es teólogo y autor de Iglesia profética, Iglesia de los pobres.
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