'Argentina ni tolera ni entiende el abandono'
Tomás Eloy Martínez (Tucumán, 1934) empezaba a escribir una novela cuando la realidad irrumpió en ella. Un amigo suyo, director de un periódico como su personaje, se enamoró, como su personaje, de una joven redactora. Y acabó tiroteándola. Ese acontecimiento marcó el rumbo de El vuelo de la reina, premio Alfaguara de Novela 2002, una obra cuya confección nunca dejó de ser zarandeada por la realidad: el escritor enviudó y su país, Argentina, telón de fondo de la historia, se precipitó en una terrible crisis. Tomás Eloy Martínez, que fue uno de los más respetados periodistas argentinos, es hoy profesor en la Rutgers University de Nueva Jersey (EE UU), colaborador de periódicos como The New York Times, La Nación y EL PAÍS, y un novelista traducido a 25 idiomas.
'Me interesan mucho las zonas de penumbra que separan la ficción de la realidad'
'Al cruzar una calle un automóvil nos atropelló a mi mujer y a mí. A mi mujer la mató'.
'Menem mandó comprar un avión presidencial con peluquería incorporada'
El escritor cuenta en esta entrevista, realizada en Nueva York, el extraordinario cruce de realidad y ficción que originó El vuelo de la reina. Y reflexiona sobre el rumbo de Argentina, un país que, dice, 'ni tolera ni entiende el abandono'.
Pregunta. El vuelo de la reina es una novela sobre Argentina escrita en Estados Unidos...
Respuesta. Sí, está escrita en mi casa de Nueva Jersey. Una vez me pongo a escribir algo, sea lo que sea, no puedo moverme del lugar donde he empezado; si me desplazo, siento que se me desarma la estructura del texto y que algo en mí se modifica. Yo utilizo el método del esclavo: tengo una idea general de la novela y me lanzo a escribir, pero mi preocupación central radica en encontrar el tono y la arquitectura que convienen al tema. Y muchas veces, me ocurrió en este caso y me ocurrió con el anterior libro, Santa Evita, escribo una novela que no es la que voy a publicar porque aunque creo haber encontrado el tono y la arquitectura, los personajes se me van marchitando y siento que la novela pierde vida. ¿Quiere que le cuente otra novela, que también se llamaba El vuelo de la reina?
P. Sí, cuente.
R. Era la historia de una mujer de unos 50 años, entrada en la menopausia, casada con un escritor argentino muy prestigioso. El escritor era embajador y el Gobierno lo envió a Andorra como emisario especial, con la intención de que estudiara la posibilidad de comprar tierras en Andorra y, a partir de ahí, conseguir que Argentina tuviera un pie en la Unión Europea. Un delirio de grandeza argentino... El nudo narrativo era un premio literario que se concedía en Barcelona y que el hombre estaba seguro de ganar. Su esposa era una escritora menor, casi sin importancia, pero escribía de pronto una novela extraordinaria, muy bien recibida por la crítica. Luego la mujer descubría que, después de 30 años de matrimonio, su vida sexual había sido muy plana. Estaba realmente enamorada de su marido y lo deseaba, y empezaba a acosarlo y a buscar el amor todos los días, y el hombre, que ya tenía unos 60 años, no podía más, pero por orgullo cumplía, hasta caer derrotado. Y éste era el vuelo de la reina: las abejas reinas vuelan muy altas y el zángano intenta alcanzarlas. Como ve, esa novela no tenía nada que ver con la otra con el mismo título.
P. Permanecen las ideas de la soberbia y la autodestrucción.
R. Eso quedó, sí. Terminé la novela, sentí que no era buena y que no podía publicarla, y empecé a escribir otra. La nueva novela versaba sobre un hombre mayor que estaba observando por la ventana a una mujer en el edificio de enfrente, y conocía a otra, hay que contarlo así, en una redacción de periódico, mientras ella trataba de escribir el obituario de Robert Mitchum. Llevaba esta parte escrita. Y entonces ocurrió algo.
P. ¿?
R. Dentro de mi trabajo para la universidad organizo cada cuatro años un debate llamado Diálogo para las Américas, al que invito a editores de periódicos de América Latina, Estados Unidos y España. La última reunión se celebró en diciembre de 2000. En agosto de ese año, con tres capítulos de mi novela escritos, telefoneé al director del diario O Estado de São Paulo, Antonio Pimenta Neves, a quien conocía bien, al igual que a su mujer. Le pregunté si vendría al diálogo con su esposa y me ofrecí a comprarle a ella un billete en un servicio de tren, el Acela Express, recién inaugurado. Él me dijo que iba a casarse con otra mujer y que su viaje iba a ser una especie de luna de miel, por lo que prefería que le reservara una buena habitación de hotel. Esta conversación ocurrió un viernes. El lunes siguiente alguien de O Estado de São Paulo me llamó por teléfono y me dijo: 'Queremos saber qué hablaste con Pimenta Neves'. 'Mira', respondí, 'puedo contarte lo que yo le dije, pero no puedo contarte lo que él me dijo. Pregúntaselo tú mismo'. 'No podemos preguntarle', dijo, 'porque está desaparecido'. '¿Qué ha pasado?'. Me contaron que el domingo fue a una hípica a encontrarse con su novia, le disparó un balazo en la espalda, se acercó a ella y la remató en la nuca. La historia me impresionó mucho, porque había hablado con Pimenta sólo dos días antes. No era sólo eso.
P. ¿Qué más?
R. Leyendo los periódicos, descubrí que este hombre, Antonio Pimenta Neves, había alquilado un apartamento frente al de la novia, a la que había conocido en la redacción del periódico, cuando ella quería escribir un obituario y él no se lo dejó hacer. Me dije que el juego de identidades era asombroso y que no podía dejar de escribir esa novela. Retomé el trabajo con enorme entusiasmo, e iba por el capítulo cuarto (en el tercero hay un fragmento que relata tal cual la historia del periodista brasileño) cuando un día, después de una reunión en la universidad, a eso de las 7 de la tarde, ya oscuro, cruzando la calle, un automóvil nos atropelló a mi mujer y a mí. Yo sufrí hematomas. A mi mujer la mató. Quedé paralizado, muy mal. Durante meses creí que nunca más iba a poder escribir. Pero volví a la novela hacia julio de 2001 y logré terminarla poco antes de que expirara el plazo de presentación de obras para el Premio Alfaguara. Lo que le estoy contando es casi otra novela, ¿no?
P. Es tremendo.
R. La novela es un juego de identidades. Lo que ocurre una vez, vuelve a ocurrir. La historia de los mesías gemelos, a la que me refiero en la novela, tiene mucho que ver. Hay un juego de dobles por toda la obra que tiene que ver con el relato del capítulo tercero, lo de Pimenta, que de algún modo anticipa lo que va a suceder. Me interesan mucho las zonas de penumbra que separan la realidad de la ficción. El modo, por ejemplo, en que Franz Kafka vislumbra la realidad a través de la ficción. O William Faulkner. La realidad impregna la ficción aunque uno no quiera.
P. En la novela anterior, Santa Evita (de la que Gabriel García Márquez dijo que era 'la novela que siempre había querido leer'), juega también a fondo con realidad y ficción.
R. En Santa Evita hay un personaje real, pero los hechos son inventados. Ocurre que uso un recurso de verosimilitud consistente en imaginar una entrevista en la cual un personaje real, que me da permiso para mentir, cuenta una historia que es falsa. Periódicos muy serios en mi país tomaron esos datos como ciertos. Y se hizo una película llamada Eva Perón: La verdadera historia, a cuyo libretista llamé para decirle que me había plagiado un capítulo entero de la novela, el que cuenta cómo Juan Domingo Perón le anuncia brutalmente a Evita que no será su vicepresidenta: 'No te concedí la vicepresidencia porque estás enferma de cáncer'. Y el libretista me responde, 'bueno, es que eso es una entrevista dentro de la novela'. Él mismo dice 'novela'. 'Pues eso', le explico, 'es una novela, todo lo que cuento ahí es mentira. Esa entrevista es mentira'. '¡Pero entonces me engañaste!', exclama. Pues claro, de eso se trata en las novelas y en las películas. Es 'la verdad de las mentiras', como dice Vargas Llosa.
P. Tras el juego de espejos e identidades, aparece Argentina. Y el retrato es desolador. La mitomanía es uno de los temas de fondo de El vuelo de la reina, y también de Santa Evita. ¿Es la mitomanía una característica esencial del problema argentino?
R. No tanto la mitomanía como el delirio de grandeza, y no en el conjunto del pueblo argentino, sino más bien en determinados sectores sociales. La clase gobernante, por ejemplo, con su seguridad de que el Fondo Monetario Internacional siempre ayudará a Argentina. '¿Cómo no nos va a tender la mano? Somos argentinos, somos importantes...'. La atroz revelación se produce cuando llega la caída de Argentina y no le interesa a nadie. El vuelo de la reina se terminó de escribir antes de los hechos de diciembre que determinaron la caída del presidente Fernando de la Rúa y la crisis definitiva del país, pero en ella se vislumbra el camino hacia ese derrumbe. Creo que esta novela, como en general toda novela, de algún modo presagia el futuro.
P. Lo peculiar de esa crisis es que resulta devastadora para los argentinos, pero apenas tiene repercusión internacional.
R. Cuando escribo artículos en los diarios argentinos, en los que cuento cómo realmente se ve el problema desde fuera, mucha gente se incomoda conmigo. Dicen que la realidad ya es bastante deprimente, y que mis artículos agravan la depresión. Trato de contar lo que se ve y la escasa importancia que el país tiene fuera. Lo que sucede es que la batalla por la supervivencia, que incluye a todos, desde los empresarios a los más desamparados, es tan obsesiva que no puede verse el cuadro general. Y la gente supone que a un país importante como Argentina, con un altísimo nivel de educación y de lectura, con una historia cultural sólida, y riquezas naturales, no van a dejarlo caer. La respuesta es que los países no se caen ni desaparecen, mueren. La caída del peso argentino no produjo la reverberación del efecto tequila, o el problema con el real en Brasil o el rublo en Rusia. No produjo efecto. Esto ha dejado a los argentinos estupefactos.
P. El protagonista de la novela, Camargo, es un hombre que se autodestruye por soberbia. ¿Tiene Camargo algo de Argentina?
R. Camargo acaso toleraría, no está claro en la novela, que lo traicionaran. Lo que no admite es que lo abandonen. No acepta el abandono de su madre, ni acepta el abandono de su amante. Argentina tampoco tolera el abandono. No lo entiende. Es algo que está más allá de su comprensión. En ese sentido, Camargo es una metáfora de Argentina. Es un país con riquezas y con poder, que de algún modo abusa de su riqueza y del poder, y que aun luchando contra la corrupción se corrompe.
P. ¿La corrupción es parte sustancial de las estructuras argentinas, o es un fenómeno adicional?
R. La corrupción es un fenómeno adicional que se agravó muchísimo con la dictadura militar. Fue la dictadura más corrupta de toda América. Fíjese en las dictaduras brasileña, uruguaya, chilena y argentina: todos eran asesinos, pero sólo los argentinos eran, además, ladrones. Ladrones de niños y ladrones de bienes. Augusto Pinochet, que pasa por ser un monstruo del mal (conste que no le defiendo), construyó una economía y se preocupó, digamos, por el bienestar económico del país. De un modo errado, extremadamente neoliberal, como quiera, Chile tiene una economía sana. Lo mismo sucede con Brasil. En Argentina, en cambio, tuvimos gobernantes idiotas. Recuperada la democracia, nos falló un político talentoso en el cual todos confiábamos, Raúl Alfonsín. Luego, un presidente al cual la corrupción le sale por las orejas, Carlos Menem. Y un presidente inepto, abúlico, completamente ineficaz como fue Fernando de la Rúa. O sea, que Argentina ha ido de tumbo en tumbo.
P. ¿Y por qué esa incapacidad de regenerarse tras la dictadura?
R. No hubo un consenso nacional sobre lo que se debía hacer, como ocurrió en España. El franquismo era un cáncer de cuarenta años que extirparon a través de fórmulas de consenso que incluyeron a los exilados. En Argentina los crímenes eran demasiado frescos y demasiado gruesos. Franco daba la cara con el garrote vivo, pero los canallas de los dictadores argentinos ocultaban las desapariciones y el secuestro de niños.
P. Acaso parte del problema sea la herencia peronista.
R. El peronismo ha terminado por impregnar Argentina de una dosis de autoritarismo muy fuerte, de populismo y demagogia, y de corporativismo propicio a la corrupción. Creo que, aunque dentro del peronismo hay figuras respetables y valiosas que no encajan dentro de la definición, se trata de un fenómeno que ha hecho daño al país y ha engendrado una educación autoritaria de la cual no logramos salir. La demagogia es otro componente. Un ejemplo: en este momento la primera dama argentina, sin duda bien intencionada, está de visita en Washington para conmover el corazón del Fondo Monetario Internacional. Imagínese, como si el Fondo tuviera corazón. ¡Lo que tienen es una puerta blindada!
P. Antes hablábamos del nivel cultural del país. En la novela aparece un periódico, el que dirige Camargo, que funciona muy bien.
R. Los periódicos argentinos son muy buenos.
P. Por eso. No entiendo cómo encaja una sociedad globalmente educada, crítica e informada, con la crisis permanente del país.
R. En 1930, Juan Domingo Perón imaginó el país como un cuartel. Esa idea, y la alternancia de gobiernos civiles débiles y dictaduras militares fuertes, se acentúan hasta Menem, que instala la frivolidad como forma de gobierno. Y en Argentina, un país muy presidencialista, el presidente impregna al conjunto de la sociedad. Los primeros actos de Menem fueron ejemplares: admitió como regalo un Ferrari y se lanzó a 200 por hora por una ruta mortal; mandó comprar un avión presidencial con peluquería incorporada...
P. En Argentina no falta materia ni a periodistas ni a escritores. Muchas veces, ambos oficios son ejercidos por la misma persona.
R. Ése es un fenómeno muy latinoamericano. Sucede que en América Latina, las nacionalidades fueron creadas por letrados que servían como guías de la sociedad. En el caso de Argentina, la construcción del país se debe a Alberdi, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, todos ellos grandes escritores. Lo mismo en Brasil, con Euclides Acuña o Machado de Asís. Y la misma función cumple hoy ejemplarmente Gabriel García Márquez. Y Mario Vargas Llosa se presenta a las elecciones en Perú. Y Carlos Fuentes es la voz más escuchada en los Estados Unidos como vocero de los intereses latinoamericanos... No hay prácticamente ningún escritor de importancia superlativa en América Latina que no haya sido a la vez periodista. Borges, Neruda, Vallejo, Octavio Paz, todos escribieron en los periódicos, a veces como profesionales.
P. Usted tuvo un gran éxito como periodista.
R. Cuando mi primera novela, Sagrado, en 1969, a mí me iba muy bien como periodista. Era jefe de redacción de una revista llamada Primera Plana. Intenté escribir la novela de modo que borrara mi oficio completamente, como si yo no fuera periodista. Al separar las aguas, Sagrado resultó un fracaso. Ser periodista, como ser mozo de bar o camionero, te pone en contacto con la gente y te revitaliza. El periodismo tiene un problema para el escritor, el de la urgencia. Pero yo nunca he escrito nada que no quisiera escribir, me las arreglé para conseguirlo. Sólo dos veces tuve problemas. En la primera se trataba del asesinato de un cura por la Triple A en Argentina, en 1974, un cura que había sido un entrañable amigo mío. El director del periódico, Jacobo Timermann, me pidió que escribiera la crónica. Iba por la mitad cuando sentí que no podía. Le pedí a un compañero que siguiera. La otra vez fue un blanco total. Se estrenaba una película argentina importante y alguien cometió la torpeza de decirme, mientras escribía (fui crítico de cine como Camargo), que el cineasta y su equipo estaban en un restaurante esperando para comprar el periódico y leer mi reseña. Vi al lector por primera vez, sentí el peso de la responsabilidad, y a duras penas logré acabar el artículo.
Babelia
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