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Reportaje:ARQUITECTURA

Reflexiones hexagonales

Francia no es diferente. Tras el papado laico de François Mitterrand, que recibió su perfil para la historia de los grandes proyectos parisinos, la Francia bicéfala de Jacques Chirac y Lionel Jospin ofrece a los electores de mañana un balance común y un proyecto banal. Ninguno de los dos candidatos a la presidencia puede mostrar aquella 'cierta idea de Francia' que sirvió de motor al trayecto fundacional del general De Gaulle, y ni el actual presidente ni el primer ministro presentan en sus programas siameses otra cosa que una tibia continuidad con un panorama conformista donde las promesas ampulosas y la fidelidad retórica a la 'excepción francesa' se emplean sólo para dar color a un consenso plácido cuya única perspectiva es la de una creciente globalización cultural y económica: la democracia y la arquitectura à la française no son otra cosa que una versión tematizada de la democracia y la arquitectura globales.

En un mundo de fronteras borrosas, la propia idea de escuelas nacionales tiene un aroma de convención añeja. Aunque todavía nos referimos a la tecnología británica, el laconismo suizo o el experimentalismo holandés, sabemos que estas denominaciones taquigráficas son arcaísmos de conveniencia, ocasionalmente útiles para la promoción publicitaria, pero enteramente desprovistos de contenido genuino. Cuando en los Países Bajos, donde esta variedad del marketing arquitectónico ha llegado al paroxismo, se publicó SuperDutch, el representante de esa hipotética escuela holandesa, Rem Koolhaas, se limitó a comentar: 'Imaginen cómo nos daría náuseas un libro llamado SuperGermans, nos carcajearíamos de SuperBelgians, sonreiríamos displicentemente frente a SuperFrench, o nos lamentaríamos de SuperAmericans: resulta ridículo que hoy se intente relacionar la renovación arquitectónica con una identidad nacional'.

Siendo eso cierto, la arqui

tectura y la democracia francesas manifiestan pese a todo unos rasgos peculiares de naturaleza costumbrista que -con motivo de otra ocasión electoral- fueron admirablemente delineados por Eric Rohmer en El árbol, el alcalde y la mediateca, una comedia pedagógica e ingrávida donde el carácter superfluo de la construcción se enreda con las intrigas triviales de la política, observando los grandes dilemas urbanísticos y ecológicos de nuestro tiempo desde el laboratorio diminuto de una aldea idílica. Aunque su conciencia de excepción y su sólida autoestima no hayan producido aún un volumen de SuperFranceses, la dimensión cultural ha sido tan característica de la V República que los arquitectos tienen motivos para esperar una atención política y presupuestaria singular, y razones para confiar en que sus obras lleguen a diferenciarse de la corriente unánime de la construcción corporativa.

Esa resistencia a la globalización es, de hecho, resistencia a la americanización, y el debate arquitectónico no es sino un capítulo de una polémica más general sobre la capacidad de Europa para mantener su propia personalidad cultural y política en un mundo crecientemente homogeneizado bajo la hegemonía material e ideológica de Estados Unidos. Por más que tantas veces esa afirmación de la identidad sea un brindis al sol, defendiendo el camembert frente a McDonald's o el derecho al bigote en los empleados del Disney parisino, la defensa de la singularidad francesa acaba conduciendo a un proyecto de autonomía europeo empeñado en rescatar a los países de la Unión de su actual destino manifiesto: convertirse en un protectorado americano, donde tanto la organización del territorio y las formas de crecimiento urbano como la economía de la construcción y los patrones simbólicos de la arquitectura provengan de la metrópolis.

La idea de Francia que incorporaban los inventarios patrimoniales y las casas de cultura del general De Gaulle y su ministro André Malraux sufrió una significativa transformación con los grands travaux -que tras el Centro Pompidou experimentaron su mayor auge con la llegada a la Presidencia en 1981 de François Mitterrand, impulsor con su ministro Jack Lang de las grandes obras culturales de París-, y volvió a experimentar una inflexión en la última etapa de mediatecas y museos dispersos por la geografía del hexágono: los valores republicanos fueron sustituidos por un colosalismo entre monárquico y mediático, y éste a su vez por una agitación tan descentralizada como desorientada. Si la grandeur pudo prorrogarse como espectáculo, la actual 'democracia de la proximidad' convierte la excepción cultural francesa en un lema hueco.

Durante la última década, algunos arquitectos creyeron encontrar en las formas de Le Corbusier un referente cultural y un arma crítica frente a la invasión de la arquitectura inmaterial y mediática, que juzgaban instrumento del consumismo tecnocrático y expresión de la sociedad del espectáculo. Pero si la arquitectura francesa se había caracterizado históricamente por la monumentalidad geométrica y la innovación tecnológica, tanto los cilindros de hormigón de los unos como los cubos de vidrio de los otros tenían legítimas cartas de filiación estilística, y al final el refinamiento fabril y futurista de los Nouvel, Perrault et al acabaría imponiéndose al corbusianismo escultórico de Ciriani y sus discípulos. No es seguro que éste haya sido un triunfo de la globalización sobre lo específico; pero es evidente que lo ha sido de lo mediático sobre el viejo 'juego sabio y magnífico de los volúmenes bajo la luz'.

Esta arquitectura publicita-

ria y elegante, narcisista y satisfecha, que aloja en paisajes de lujo y reflejos tanto los usos públicos como los programas privados, desdibujando los límites entre las instituciones y el comercio para reunir la cultura con la moda, es una eficaz representación de un país próspero, hedonista y cínico: una Francia superficial y desencantada que no es ya la de Marguerite Yourcenar, sino la de Michel Houellebecq. Esa Francia descreída, más preocupada por la seguridad que por la identidad, es a la postre la quintaesencia de una Europa envejecida y decadente, tan ineficaz cuando intenta mantener el orden en su propia casa balcánica como cuando pretende mediar en el polvorín religioso y petrolífero de Oriente Próximo, y que se enfrenta a los flujos migratorios que están transformando el continente con una mezcla de aceptación reticente de la multiculturalidad 'políticamente correcta' y el temor oculto a ver las catedrales rodeadas por mezquitas.

Cualquier exégesis del hexágono debe finalmente referirse a la herencia agridulce de los grandes proyectos, cuya colosal sombra se proyecta inevitablemente sobre el debate electoral. Según Le Monde, los cuatro grandes mastodontes de la cultura (la Biblioteca Nacional, la Ópera de París, el Museo del Louvre y el Centro Pompidou) degluten la cuarta parte del presupuesto del ministerio sólo en gastos de funcionamiento, y asfixian una gestión cultural que está pagando la factura hiperbólica de la época de Jack Lang: para este diario, en el futuro Francia tendrá que construir menos, descentralizar más y administrar mejor; en suma, 'hacer de Malraux con los hijos de Lang'. La política de los museos, que está reemplazando las inversiones por el etiquetado, de manera que la marca Musée de France se convierta en una denominación de origen tan prestigiosa como la de los grands crus, la moda o el perfume, es un ejemplo de esta nueva austeridad inteligente. Francia ya no es diferente, pero su imaginación cultural es todavía un modelo para casi todos.

Teatro y auditorio en Pont-Audemer (Normandía), de Dominique Jakob y Brendan MacFarlane.
Teatro y auditorio en Pont-Audemer (Normandía), de Dominique Jakob y Brendan MacFarlane.ARCHIPRESS

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