Reforma apresurada
La reforma del subsidio de desempleo que el Gobierno ha presentado a los sindicatos incurre en una confusión ya habitual entre las intenciones genéricas -reformar para mejorar su eficacia y paliar el fraude- y su aplicación práctica y política. Convencido, no sin razón, de que el sistema actual desincentiva a muchos parados para que busquen activamente ocupación, el Ministerio de Trabajo ha elaborado una casuística -disparatada en algunos de sus pormenores- sobre las condiciones en las que un parado está obligado a aceptar una oferta de empleo, so pena de perder el subsidio total o parcialmente.
Así, está obligado a aceptar un trabajo hasta un radio de 50 kilómetros de su domicilio, que requiera hasta tres horas de desplazamiento y un gasto de hasta el 20% del salario, con contratos temporales o a tiempo parcial, con un salario inferior a la prestación y en cualquier profesión que se ajuste a las aptitudes del trabajador. El primer rechazo llevará aparejado el recorte de la prestación en tres meses y el tercero provocará la pérdida total del derecho. El proyecto incluye la desaparición paulatina del PER en Andalucía y Extremadura y la eliminación del salario de tramitación.
Son condiciones drásticas. ¿Lo es el problema? Puesto que en la legislación actual ya se establece que el subsidio de desempleo puede retirarse en caso de rechazo de ofertas, la reforma propone en realidad una ampliación de las condiciones en las que el trabajador está obligado a aceptar la oferta del Instituto Nacional de Empleo (Inem). El riesgo de una relación tan puntillosa, que concede un poder prácticamente discrecional al Inem, es que se convierta en un mero pretexto para reducir la estadística de parados sin que sirva de forma efectiva para estimular a los desempleados a que acepten un puesto de trabajo.
La adopción de medidas tan radicales sólo podría plantearse si se garantizara la neutralidad de quien decida si el puesto de trabajo que se ofrece al parado se ajusta a sus aptitudes. El borrador nada dice del reforzamiento de estas garantías, y si en algo falla este Ejecutivo es en el garantismo de sus decisiones. En estos momentos, la supresión del salario de tramitación no es una idea afortunada: si el Gobierno quiere flexibilizar las condiciones laborales debe pensar más en cómo agilizar la tramitación administrativa de los expedientes antes que en suprimir su coste salarial; porque lo que realmente constituye un grave obstáculo no es el salario que se paga en los despidos improcedentes durante su tramitación, sino la incertidumbre jurídica y los prolongados periodos de arbitraje y decisión.
Una inconsecuencia más reside en la obsesión por transmitir la idea de que el Gobierno aplicará la reforma pase lo que pase y que sólo tendrá en cuenta las propuestas que encajen con su marco general. La prestación por desempleo es una pieza maestra del sistema de protección social y no puede ser reformada por imposición unilateral. Además, el Gobierno no está acuciado por urgencias presupuestarias -de hecho, el Inem tuvo un superávit de 3.000 millones de euros el año pasado- ni el mercado laboral sufre de estrangulamientos graves que justifiquen tanta premura.
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