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Columna
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Libertad de oír

Las madres han privado a sus hijos de escuchar el canto de los pájaros. Dos niños, de cinco años y seis meses, están sordos por decisión materna. Ellas, una pareja de lesbianas que no puede oír, utilizó el semen de otro sordo para tener hijos con la discapacidad. La suya, dicen, ha sido una elección libre. Tal vez libre para ellas, pero quizás no tan libre para los dos niños que no han podido escoger. Y ahí están los dos sorditos, que jamás descubrirán la música a no ser que muerdan el mástil de una guitarra y las notas les retumben en los dientes trémulos como perlas. ¿Y la música, mamá? ¿Pensabas que si a ti no te había hecho falta la música, ellos también podrían prescindir de ella? Mamá sorda dice: 'Criar a un niño sordo es mucho más barato que a un niño oyente; la guardería, el parvulario, la escuela y la universidad son por ley gratuitos'. A ver quién se lo explica al niño, mamá. En silencio, hay que trazarle con los dedos las razones, y decirle que nadie es peor por estar sordo. Suena muy bien, escrito en el aire, o leído en unos labios que dibujan con pincel las palabras.

¿Qué hubiera sucedido si los niños hubiesen nacido pudiendo oír, y les hubieran dado a elegir entre la normalidad y la sordera al cumplir la mayoría de edad? De acuerdo, aceptemos por un momento la hipótesis de que tal vez hubieran escogido el silencio. Tal vez hubieran renunciado a la música, a las risas, al canto de los pájaros y el rumor de las olas, y a toda la banda sonora de su vida. 'Mamá, yo quiero ser sordo', le diría el chaval a la madre al cumplir los dieciocho. Y en lugar de la moto, el regalo sería la extirpación del pabellón auditivo. Sí, tal vez ellos, por descabellado que parezca, hubiesen pedido que les arrancasen la música, las canciones y las voces de su existencia. Que les sumiesen en el regazo acogedor del silencio por el resto de sus días.

Sus madres se han adelantado a sus deseos. Los dos niños nunca sabrán lo que no han oído. Son sordos por decisión materna. Crecerán y vivirán en un mundo de sordos. Puestos a sacarle ventajas al asunto, reconozcamos que no tendrán que escuchar tantas tonterías como escuchamos otros a lo largo de nuestras vidas. Podemos imaginar, en nuestra ingenuidad, que se librarán de las melodías de Operación Triunfo y de los ruidos del botellón furtivo. Que dormirán a pierna suelta a pesar de que haya una discoteca zumbona en los bajos de su casa, y que por la mañana jamás les despertará el fragor urbano. Que nunca oirán la crispada sirena de una ambulancia, ni el golpeteo de un martillo hidráulico, ni los molestos bocinazos de los coches en el embotellamiento. Se puede constatar que, en contraste con este aparente silencio, no hay obstáculo para la expresión en este mundo insonoro, porque los sordos son solidarios, porque forman una gran familia, una cultura dentro de la cultura, con una alta calidad de vida y unas perspectivas razonables de ser felices. Decididamente, la felicidad no depende del sonido, o acaso hay sonidos que la mayoría no podemos oír, y los sordos sí.

Sólo queda pensar que ambos niños sordos aceptarán su condición, por no decir que la llevarán con orgullo, como una seña de identidad. ¿Por qué no ha de haber sordos en el mundo? ¿Por qué no ha de haber ciegos? ¿Y por qué no mudos? En el tan cacareado mejoramiento de la especie que se avecina, tan peligrosamente cercano a la utopía nazi de la raza superior, parece no haber lugar para las llamadas minusvalías, y el simple hecho de utilizar este concepto resulta peyorativo. En este contexto, el discurso de las madres parece coherente. La sordera es una forma de normalidad, distinta de las otras, pero no inferior.

Lo que se discute aquí es la potestad de los padres para imponer límites al potencial de sus hijos. Es la vieja pregunta de a quién pertenecemos, si es que pertenecemos a alguien. ¿A la familia, al Estado, a Dios? Los niños no han podido decidir su propio destino, pero, ¿puede hacerlo alguien? Llegará la hora en que las madres tengan que explicar a sus hijos, cuando sean un poco más mayores, por qué decidieron que fueran sordos, sin eludir su total responsabilidad al respecto. Tal vez a esas alturas la ciencia esté preparada para devolverles la audición, y quién sabe si, recuperada la música y recobrado el bullicio de las calles, decidan revertir la operación y retornar a su mundo silencioso, donde tal vez existan cosas más importantes que el rumor del mar.

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