Indefensos
Todos los muertos se le mueren a alguien. Joaquín Vidal, además de a los suyos, se les ha muerto a los lectores de este periódico, incluso a muchos de los que no participaban en el gusto por los toros y devoraban sus crónicas por el placer de leerlo.
El Estatuto del Defensor no dice nada de estas cosas, claro; qué iba a decir. Vayamos pronto y por derecho: esto no es más que un desahogo, un homenaje conmovido a una de las cimas de la escritura periodística del siglo XX en nuestro país.
Aquí no hay nada que defender porque su muerte nos deja irremediablemente indefensos.
Parece mal endémico que en las escuelas y en los institutos españoles no se enseña a escribir. En la Universidad, menos -no es ésa su misión-, y en las facultades de periodismo se aprenden algunas técnicas para empezar a soltarse el pelo en este oficio, pero escribir, lo que se dice escribir, es otra cosa.
Bastantes periodistas nos sentimos capaces de enhebrar palabras, más o menos correctamente, pero juntarlas de modo que el lector las siga embebido en la magia de la escritura es cosa de muy pocos; ésos son sacramentos mayores que casi nadie puede administrar. Joaquín era de esa estirpe selecta.
Los aficionados, por si no fuera poco, pierden también un experto consumado y un parapeto frente a un mundo que, al parecer, los atropella un día sí y otro también.
La nueva edición del Libro de estilo, próxima a publicarse, incluye un principio muy saludable y de muy difícil ejercicio en la práctica: 'Las relaciones con las fuentes habituales no condicionarán la imparcialidad del trabajo periódistico'. Se está pidiendo distancia, sin complicidades ni preferencias.
Joaquín Vidal se adelantó a la advertencia. Manejaba sus fuentes, al margen de la crónica de cada tarde de toros, pero evitó el compadreo y el guirigay, sombra perpetua del mundo del toro. De todo eso huyó, sin estridencias, como el gato escaldado del agua hirviendo.
Filigrana en un garaje
Cuento estas cosas, seguro de que a muchos les gustará saberlas. En Madrid dejaba el coche en un garaje, próximo a la plaza de Las Ventas, y al acabar la corrida escribía la crónica en la cabina del encargado. Empezó así en 1976, recién nacido el periódico, dictándolas por teléfono, y acabó manejando con pericia un ordenador portátil.
No era un capricho, desde luego. El tiempo es el verdugo de esta profesión, y empezó a hacerlo, casi desde el principio, después de una bronca porque la rotativa tuvo que esperar demasiado su magisterio.
La mayoría de los lectores saben o intuyen lo de las prisas, pero no dejará de asombrar que su destreza mayúscula se desbordase muchas tardes de toros en apenas dos horas.
En muchas plazas -por recordar el epígrafe de su sección en La Codorniz- las vacas no enviudan a las cinco, sino incluso dos horas más tarde, y el periódico se las veía y se las deseaba para aguantar al límite sin fallar a la cita con sus lectores.
Cuando la espera era imposible para las primeras ediciones, el Defensor tuvo que explicar, en más de una ocasión, que en aquella ciudad el lector debía resignarse a leer a Joaquín al día siguiente porque, de otro modo, no lo hubiesen leído ni a él ni a nadie.
En la eterna discusión sobre literatura y periodismo esa urgencia de la crónica -pasa lo mismo con el fútbol y con muchos acontecimientos- distingue el buen escribir en el periódico. Se habla, naturalmente, de la crónica informativa, no de la columna de opinión que ha podido elaborarse con mucho más sosiego.
Aquélla no permite el escribir pausado ni el corregir con calma. Por eso resulta inverosímil releer una crónica de Joaquín Vidal y saber con certeza que ese pequeño monumento literario se fabricó, en muchas ocasiones, con urgencia despiadada.
También es verdad que los lectores de las últimas ediciones se beneficiaron siempre de alguna labor de pulido que, inexorablemente, acometía de madrugada.
Aquí, en Madrid, que es donde lo he visto, depuraba la versión definitiva cumpliendo un rito: llegaba a la Redacción, desde la cafetería, con un cortado en la mano, el andar calmoso, con un punto de solemne señorío; se sentaba ante el ordenador y remataba la filigrana.
La Redacción sabía muy bien que tenía un maestro dentro y se le decía con alguna frecuencia, pese a la retranca que en esta profesión tiene la palabrita. Se limitaba a dar las gracias, y hasta se azoraba si el compañero sostenía el elogio. El periódico sabía que contaba con un creador singular, pero esas cosas no se escriben en vida, por pudor y por respeto a los lectores, que saben de sobra lo que leen. Por eso ahora se pueden amontonar todas juntas, cuando ya huelga el pudor de contarles lo que, sin duda, tenían tan aprendido.
En varios periódicos se le ha rendido auténtico homenaje, algo poco frecuente en este recinto madrileño, demasiado erizado profesionalmente. Ese trato de los colegas aporta una prueba objetiva de la excelencia de su trabajo y parece oportuno hacerlo saber, además de agradecerlo.
Se ha dicho al principio que la columna de hoy era un desahogo emocionado que intenta encontrar la complicidad de muchos a los que no es posible defender de nada. La ultimidad nos deja inermes.
El jueves pasado este periódico tuvo la osadía de hablar de uno de sus redactores llamándolo 'maestro' en un titular a cinco columnas y debajo se escribió que Joaquín Vidal fue el 'creador de un español deslumbrante'. El Defensor está convencido de que no había jactancia, ni ditirambo: estricto reconocimiento que llega cuando -¿quién, de verdad, lo sabe?- sólo los demás podemos leerlo.
Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o telefonearle al número 91 337 78 36.
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