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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Elecciones urgentes

El temor a la división del Ejército venezolano, y al baño de sangre que podría seguirle, parece haber sido decisivo en la rectificación sobre la marcha impuesta por los militares al proceso abierto por el derrocamiento de Hugo Chávez. El levantamiento de una brigada de paracaidistas en Maracay contra el Gobierno provisional autoproclamado la víspera con apoyo de la cúpula militar habría alertado a ésta del riesgo de enfrentamientos entre sectores de las Fuerzas Armadas. A última hora de la noche de ayer la situación seguía siendo extraordinariamente incierta.

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La rectificación deja sin efecto las decisiones tomadas por el presidente provisional, Pedro Carmona, aprovechando los plenos poderes que le había concedido el Ejército. Carmona había disuelto el Parlamento, en el que los de Chávez tenían una amplísima mayoría desde su abrumadora victoria de julio de 2000, así como el Tribunal Supremo y las demas instituciones del régimen bolivariano. El riesgo de un vacío de poder unido a las evidencias de que el ex presidente conservaba apoyos en el Ejército, así como las movilizaciones de sus seguidores en la calle, forzaron la rectificación ordenada por el comandante general, Efraín Vásquez, consistente fundamentalmente en ralentizar el desmontaje del sistema político: se mantendrá la Asamblea, aunque se desconoce qué relación podrá existir entre ella y un Ejecutivo que carece de todo apoyo parlamentario. La cúpula militar también garantizó la seguridad personal de Chávez y de su familia, seguramente como parte del pacto interno en las Fuerzas Armadas.

En la evolución de los acontecimientos parece haber jugado también un papel importante la condena de los 18 países latinoamericanos del Grupo de Río de lo que consideraron "ruptura del orden constitucional". Lo ha habido, sin duda, aunque ese orden fuera muy relativo, dada la tendencia del caudillo Chávez a suprimir o neutralizar los mecanismos normales de división de poderes y control del Ejecutivo. Pero no era una dictadura, y su derrocamiento no puede dejar de considerarse un golpe de Estado militar. La crisis de los partidos tradicionales, cuyo desprestigio a causa de la corrupción abrió paso al caudillismo del ex golpista Hugo Chávez, dificulta la vuelta a la normalidad democrática. Seguramente el Ejército es ahora la única institución capaz de evitar una dinámica de venganzas cruzadas que interne a Venezuela en la guerra civil.

Pero Venezuela es un país con una opinión, unas clases medias, un desarrollo socioeconómico que, aunque vapuleado por la crisis y el mal gobierno de siempre, están capacitados para decidir su destino sin interinatos salvadores ni reconciliadores. Un país que votó masivamente a Chávez y que convirtió luego su adhesión en rechazo por la deriva autoritaria del antiguo paracaidista necesita que los nuevos gobernantes cumplan su compromiso de convocar a los ciudadanos a las urnas.

Cuanto antes. Urge que los electores otorguen legitimidad a las instituciones para que pueda existir algo parecido a un Estado de derecho.

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