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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Aquellos ojos de Paul

En una escena de la película Éxodo, un oficial inglés antisemita se vanagloria de reconocer a los judíos con sólo mirarles a los ojos. Y el joven protagonista, Ari Ben Canaan, disfrazado de oficial británico, se burla de él pidiéndole que le ayude a encontrar una mota de polvo que se le ha metido en un ojo. Aquellos maravillosos ojos de Paul Newman en primer plano demostraban que no existen razas de judíos, alemanes, vascos o españoles más que en la imaginación. Pero yo no saqué esa conclusión. Me identifiqué entre lágrimas con aquel pueblo que estaba sufriendo tanto y carecía de un hogar (judío) donde protegerse. Hoy las lágrimas me identifican con el pueblo palestino que está sufriendo tanto y carece de un hogar (palestino) donde protegerse.

Los monstruos que cultivamos en nuestro regazo gozan de muy buena salud

Pero ahora pienso también que la mayor prueba de nuestra común humanidad es el monstruo que somos capaces de engendrar y dejar que nos crezca en el alma. Sanguinario como una fiera y a la vez frío y despiadado como un robot. Porque este monstruo específicamente humano comparte ambos aspectos. La racionalidad despiadada de los nazis reaparece ahora encarnada en los militares israelíes -desde Sharon hasta el más humilde soldado-, dedicados a destruir depósitos de agua, a impedir atender a los heridos y hasta enterrar a las víctimas de sus disparos. Y en el cinismo de esos generales: 'Nos iremos cuando terminemos la tarea'. 'Nos ocupamos sólo de los terroristas'.

Pero ¿qué terrorista hay en un cadáver insepulto, en una indefensa niña de ocho años o en una criatura que aún no ha nacido? Esas banales expresiones de maldad, pudieron ser las de Adolf Eichmann mientras era juzgado por genocidio en el propio Israel.

Y del otro lado, el fanatismo alentado por el odio. Miles de adolescentes anhelando ganar el cielo como premio por asesinar a unos cuantos civiles desarmados. ¿Quién les ha engañado haciéndoles creer que así se gana el cielo? ¿Sus madres, que dicen sentirse orgullosas de que sus hijos sean 'mártires'? ¿Ese dirigente de Hezbolá que se considera a sí mismo demasiado importante para morir, porque 'hago más daño a Israel estando vivo'? En qué se ha convertido el carácter ilustrado y laico de la sociedad palestina, que hasta hace poco la distinguía entre todo el mundo árabe. Su cielo cada día está más lejos. La cultura de las bombas humanas acabará dirimiendo sus conflictos internos. Siguiente círculo del infierno.

Primo Levi relata el caso de un joven químico alemán y católico que habitaba al otro lado de la alambrada; había aceptado trabajar en Auschwitz 'para evitar que fuera un nazi en su lugar'. Conoció el horror por la correspondencia de amigos comunes, no por el encuentro directo, ya que, su mente había convertido ese tramo del pasado en un espacio en blanco.

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La guerra, sin embargo, es más que una destrucción que pronto alcanza a las almas: es una institución cristalizada de aquel magma mortífero, un conjunto bien anudado de reglas que une a ambos bandos hasta que la muerte les separe; la guerra es un contrato de mutua dependencia que la muerte refuerza cada día. En esa institución -secta destructiva donde las haya- se entra fácilmente, pero no se sale. Mártir o traidor, el destino inexorable es la autodestrucción en correspondencia a la destrucción del otro.

Llegados a ese punto no quedan muchas salidas históricas. Pues Clausewitz ya descubrió que el principio lógico de la guerra tiende a llevar el conflicto al infinito.

Por eso la salida más probable es a través del agotamiento físico y moral de los implicados. Llegará cuando no sean ya cientos, sino cientos de miles las víctimas reflejadas millones de veces en las pantallas de televisión.

Habría otra salida: el divorcio sustentado en una fuerza de interposición. Pero eso sólo podría intentarse hoy desde el Imperio. Y para ello Estados Unidos necesitarían una fortaleza moral -y ganas de hacerlo- muy superiores a las que está demostrando George Bush.

Qué poca experiencia hemos obtenido los humanos de nuestros errores de siglos pasados. No puedo dejar de volver la mirada sobre nosotros mismos. Aquella limpia mirada de Paul Newman hace tiempo que los vascos la perdimos. Los monstruos que cultivamos amorosamente en nuestro regazo gozan de buena salud. Aún no les hemos puesto nombre, pero ya sé que comparten los mismos genes de Sharon y Arafat. Ellos nos conducirán a los infiernos si no lo remediamos. Y luego, de allí ya no se sale. Como de Belén y de esa iglesia de la Natividad convertida en símbolo de nuestra frágil y mísera humanidad.

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