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Columna
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Bienvenido, Mr. Powell

Está llegando a Madrid el secretario de Estado, Colin Powell, donde tomará impulso antes de viajar a Palestina. Su importante agenda incluye también una firma que se diría de trámite: la del Protocolo al Convenio de Cooperación para la Defensa entre el Reino de España y los Estados Unidos de América de 1 de diciembre de 1988. El general Powell viene de El Cairo y de Rabat y tal vez cuente algo de nuestro vecino Mohamed VI. Trae la máxima representación de nuestro principal aliado y merece nuestra bienvenida. Démosela.

Como limitaciones de espacio impiden un análisis de la escala de Powell aquí, vamos a centrarnos en esa firma del Protocolo que se presenta a la opinión, ignorante aún del texto, en términos de puro trámite. Irrelevante para Powell pero, en principio, no tanto para el Reino de España. Otra cosa es que la firma por parte española esté también devaluada, pero ello se debe a que el convenio que ahora se suscribe en realidad ya quedó prejuzgado el 11 de enero de 2001 cuando se acordó aquella Declaración Conjunta en la que ambas partes se comprometieron a iniciar las negociaciones para proceder a la revisión técnica del Convenio para la Defensa. Por qué el ministro español de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, firmó semejante Declaración Conjunta con Madeleine Allbright en trance inminente de extinguirse como secretaria de Estado, después de haber sido elegido en noviembre de 2000 George Bush como nuevo presidente y cuando apenas faltaban unos días para su solemne toma de posesión en Washington, es un misterio jamás explicado.

Claro que el misterio se evaporaría si se atendiera a la orquestación que hicieron entonces los medios de comunicación afines al Gobierno de Aznar. De su lectura resultaba que una vez más el PP había logrado otro hito histórico. La Declaración Conjunta suponía, según los autorizados exégetas, que España pasaba a ser el aliado predilecto y que en adelante nuestras relaciones con los Estados Unidos iban a parangonarse e incluso a superar las que Washington mantenía con el Reino Unido de la Gran Bretaña. La Casa Blanca empujaría a nuestro país para que se incorporara al G-8 donde nos esperaban las huríes del profeta y de su mano todo sería coser y cantar para situar a España a la cabeza del mundo. Con ese horizonte cierto de bienaventuranzas, el Gobierno de Aznar procedía sin más a entregar todas sus bazas antes de que se iniciaran las negociaciones.

En realidad, como escribía un buen amigo periodista (página 16 de EL PAÍS del 16 de enero de 2001) a propósito de la citada Declaración Conjunta, 'se trata de una macedonia de frutas a base de nuevos retos a la seguridad que suma elementos tan dispares como la violencia social, el desorden industrial y el sida, que al parecer son las amenazas estratégicas del tiempo presente, pero más allá de estas heterogeneidades, y con el envoltorio edulcorante de institucionalizar una reunión anual entre el Departamento de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores, la sustancia reside en el compromiso de proceder a la revisión técnica del Convenio de Defensa vigente y de facilitar una modernización de instalaciones'.

Llegada la hora de la verdad, prevista para mañana, miércoles, 10 de abril, se ha venido abajo el soufflé. Los Estados Unidos han logrado el 100% de sus objetivos y con el título de revisión técnica consiguen un nuevo texto que desequilibra los pactos anteriores de 1988. Desaparece el más mínimo rastro de reciprocidad en cuanto al trato aplicable al personal español destacado en los Estados Unidos y bajo la invocación de las circunstancias surgidas del 11 de septiembre se incorporan disposiciones tan asimétricas como la autorización a los servicios de investigación criminal para actuar en España y otras medidas para la protección de sus fuerzas que iremos viendo. Además se dispone una 'cooperación en inteligencia militar', después de que en nuestro nuevo Centro Nacional de Inteligencia hayamos excluido la coordinación con la propia de nuestros Ejércitos. Faltan muchos elementos que debieran ponderarse, pero se impone esperar al conocimiento público de los textos antes de proceder a una glosa más definitiva, sin que ello suponga, claro está, escatimar las felicitaciones que merezca el Gobierno.

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