Pobreza, enfermedad y conflicto: un círculo infernal
Pobreza y enfermedad están ligadas y se retroalimentan en continentes como África
Si es cierto que el mundo ha progresado proporcionalmente más en los últimos cincuenta años que en toda la historia, no lo es menos el hecho de que la desigualdad entre las naciones es una de las características que mejor definen al mundo contemporáneo y sobre todo al del final del siglo XX. Este fenómeno se traduce, sobre todo, en las grandes diferencias existentes entre los pueblos en el acceso a bienes y servicios básicos, y es consecuencia de los procesos económicos que, con diferentes resultados, se han experimentado en las últimas décadas.
Algunas investigaciones recientes parecen demostrar que los principales factores que intervienen en los conflictos actuales tienen que ver con las dificultades económicas, los problemas de acceso a la propiedad de la tierra en el mundo rural, la religión y la inestabilidad política. África subsahariana puede ser el ejemplo paradigmático de lo que estamos hablando. En la actualidad, esa parte del continente africano nunca ha estado más lejos de los parámetros básicos de salud. La pobreza y la enfermedad están tan íntimamente ligadas que se retroalimentan en un proceso que amenaza literalmente con acabar con cualquier esperanza de mejora y progreso de los pueblos: el sida afecta en la zona a más de 24 millones de personas, la mayoría jóvenes y niños, y está consumiendo los escasos recursos disponibles para otras prioridades de salud. El sida, en África, es causa de pobreza. La pobreza, en África, es causa de la terrible extensión del sida.
La tasa de mortalidad materna -un indicador básico del nivel de salud de la población y de la cantidad y la calidad de la atención sanitaria- alcanza cifras escalofriantes en países del África subsahariana y del Sureste asiático: tasas de más de 1.000 muertes maternas por cada 100.000 nacimientos, cuando la media en países de rentas bajas es de 500 por 100.000 y en los países desarrollados apenas llega a 20 por 100.000. Estas altas tasas son consecuencia de factores como el escaso porcentaje de nacimientos asistidos por personal cualificado. En países como Somalia, la proporción de nacimientos atendidos por este personal no llega al 2% del total, mientras que en los países desarrollados es del 100%.
Las cifras de personas que carecen de lo básico para sobrevivir con un mínimo que garantice un nivel elemental de salud son abrumadoras: más de 1.200 millones de seres humanos no tienen acceso a agua mejorada; 1.000 millones carecen de vivienda digna; hay 840 millones de malnutridos -200 millones son niños menores de cinco años- y 2.000 millones de personas padecen anemia por falta de hierro; 880 millones de personas no tienen acceso a servicios básicos de salud; y 2.000 millones de personas carecen de acceso a medicamentos esenciales. Nada menos que el 80% de la población mundial vive en la pobreza. Porque la falta de salud no es ni causa ni efecto de la pobreza: es un componente más de la misma, un hecho consustancial a ella y un parámetro que, quizás como ningún otro, ayuda a identificarla. En los años noventa este proceso de desigualdad mundial se fue agudizando y definiéndose geográficamente de tal manera que situar en el mapa los conflictos y guerras en curso es superponerlos a las zonas cuyas carencias hemos descrito.
La globalización, como fenómeno, arroja, entre otros, un efecto inesperado: la población de los países pobres conoce perfectamente la riqueza y el desahogo con que se vive en otros lugares del mundo y es consciente de esas desigualdades. Se globalizan la información y las corrientes financieras, pero no los derechos de la gente, ni el desarrollo humano, ni el bienestar. Este conocimiento de la desigualdad, una vez referido a la propia situación de carencia de bienes y servicios básicos, es generador de frustración, de actitudes desesperadas, de odio, de integrismo y de violencia. Y no son pocos: nada menos que 3.000 millones de seres humanos pueden sufrir hoy este sentimiento de injusticia.
Una gran parte de la humanidad gasta cuatro quintos de lo que gana en alimentación de supervivencia. ¿Qué les queda para comprar las otras cosas que se necesitan para vivir dignamente como el agua, la electricidad o la atención sanitaria? Sólo puede ser hipocresía o ceguera sin límites el supeditar la ayuda al desarrollo, como se ha hecho recientemente en la Cumbre de Monterrey, a la liberalización feroz de las economías de los países menos adelantados, sin entender que es el Estado, y no el mercado, el que debe abastecer a los ciudadanos de los servicios básicos.
La fragilidad de los Estados, expresada en su incapacidad para gobernar y prestar servicios, acaba generando conflictos. En una investigación de Price Smith (1996) se demuestra que el bajo nivel de salud de una población está directamente relacionado, en el tiempo, con la baja capacidad del Estado para proporcionar servicios sanitarios mínimos y constituye un fértil terreno de cultivo para la inestabilidad: 'Las prevalencias altas de enfermedades que disminuyen el capital humano, relacionadas con la disminución de la prosperidad nacional, disparan los conflictos inter-élites'. El ejemplo arquetípico puede ser Somalia, donde la pobreza y la desestructuración del Estado, incapaz de prestar servicios básicos, ha desembocado en el caos más absoluto. Los indicadores de salud son elocuentes: la mortalidad infantil es de 122 por mil nacidos vivos, una de las cuatro o cinco más elevadas del mundo, y la esperanza de vida no sobrepasa los 47 años. El panorama mundial muestra otros ejemplos elocuentes (Afganistán, Colombia, Argentina, ¿cuántos más?) de hasta qué punto la violencia, la descomposición social y las crisis económicas arrastran a los pueblos a vivir en la pobreza y a soportar cargas extraordinarias de enfermedad y de muerte.
En un estudio encargado en 1998 por la CIA, se identificaban las variables que mejor predecían el fracaso de los Estados: la elevada mortalidad infantil, el alto nivel de aislamiento del mercado y el escaso desarrollo de la democracia (Esty, Goldstone y Gurl, 1968). El estudio ponía de manifiesto que la falta de provisión de servicios básicos genera conflictos al minar la sociedad civil. El círculo puede tener recorridos inversos que acaban por cerrarse en sí mismos: enfermedades infecciosas, como el sida, que comprometen la supervivencia de niños y jóvenes, merman las potencialidades humanas y económicas de los pueblos y anulan cualquier posibilidad de transición democrática.
Tenemos que concluir con todo lo dicho que la prevención de conflictos pasa, obligatoriamente, por la lucha contra la pobreza y contra la desigualdad. La ayuda al desarrollo es, siempre, la mejor inversión para un futuro de justicia para todos y de seguridad mundial. Porque la pobreza sólo genera más pobreza, enfermedad e inestabilidad política en un círculo infernal.
Pilar Estébanez es presidenta de Honor de Médicos del Mundo, y José Manuel Díaz Olalla es vicepresidente de esta ONG.
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