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De orgullo gay y otras bobadas

No nos dejemos impresionar: siempre ha estado de moda estar de moda. Aunque sobre todo, desde que el liberalismo y el industrialismo a gran escala desembocaron en la sociedad de consumo, denominación que ha perdurado con toda justicia. Proliferan cambios de etiquetaje a golpe de libro y, especialmente, de artículos; ahora, lo que se lleva es esto y lo otro y lo de más, allá, nos dicen cada pocas semanas y así se intenta crear una tendencia, cuando no todo un nuevo marco referencial. Son más o menos perceptivas pamemas. Apareció Di Carpio y se nos dijo que ése era el nuevo prototipo masculino, luego salieron Clooney y Crowe y resucitó lo que no había muerto, el macho varonil. La verdad es que todos los tipos conviven.

Sociedad de consumo es denominación parcialmente descriptiva, pero si en busca de nombre vamos, éste es el que más se acerca al objetivo. Sociedad opulenta, sociedad del ocio, sociedad de la información, etcétera, son nombres que se dejan demasiadas cosas fuera y que no dan con el meollo o incluso lo desenfocan. Consumo de artículos en masa, útiles o inútiles. Hacia ahí se orienta la producción y de que el ciudadano se haga un consumista, que no un consumidor, se encarga esa importante sección de la economía que es la publicidad. Flaquee el consumismo, quédese en consumo no compulsivo y adiós al sistema económico y a todos sus concomitantes valores. Un efecto secundario conflictivo: el mercado gay mueve, sólo en España, cinco billones anuales, contados en las extintas pesetas. Homosexuales inteligentes y concienciados vivirán este fenómeno con dolorosa perplejidad. La vida es pródiga en abominables jugarretas.

El dichoso sistema es sordo y ciego a todo lo que no sean cifras. Quienes sufren el rodillo empiezan a patalear y a organizarse. Pero, ¿qué se hizo de la rebelión de los gordos iniciada ya hace años en Estados Unidos? La grasa es bella, decían (Fat is beautiful) pero un joven ejecutivo obeso no es la taza de té que una empresa desea. He conocido a algunos ejecutivos negros y a ejecutivas negras, pero estaban como un tren y eran del tipo café con leche, como Colin Powell. Eso sí, las azafatas de vuelo ya no parecen todas aspirantes a modelo, pero es que, en realidad, no hacía falta que lo parecieran. En cuanto a la mujer en general, avanza, pero con lentitud y lo que es más deplorable, en parte abdicando de su condición de mujer. Muchas, incluso se ven o se creen obligadas a fingir que les gusta el fútbol. Oh, bobadas del no vivir estando vivos.

Hay, pues, misiones posibles hasta cierto punto y las hay imposibles. Gays y lesbianas han ganado las suficientes batallas como para predecir que finalmente ganarán también la guerra. Pero no sé si por la euforia de unos, por la frustración de otros, acaso porque se piensa que la mejor defensa es el ataque o por un ramillete de factores, me temo que estos colectivos equivocan algunas de sus tácticas. Proclamar el 'orgullo gay' a mí me parece un error, por dos razones. La primera de ellas es que el enemigo no ha desaparecido, sino que ha pasado a la clandestinidad. (Afirmo esto en términos generales). Hoy, la aceptación social de la homosexualidad es menos amplia de lo que parece, por la sencilla razón de que muchos de quienes se muestran favorables siguen rechazándola en su fuero interno. Viejos, menos viejos y jóvenes. Muchos siglos de repudio social e institucional no se borran en unas pocas décadas y remito al ejemplo de la lucha de la mujer por la igualdad. En mi juventud, niñatos arrojaban al homosexual a un estanque en pleno invierno y las autoridades hacían la vista gorda. Razzias por diversión contra homosexuales ya no abundan, pero no han desaparecido del todo en las ciudades de Occidente; y si eso son signos externos, imaginemos la extensión de los menos llamativos y, sobre todo, la de la hostilidad clandestina. Clamar 'orgullo gay' y manifestarse a veces, semidesnudos, puede ser vivido como una estimulante liberación, que, sin embargo, endurece ese más o menos difuso resentimiento todavía presente en un sector no ínfimo de la sociedad. Hablo de tácticas y me pregunto si ese grito de batalla no está ya desfasado e incluso si tuvo su día. Pues yo puedo entender el factor 'a mucha honra', en éste como en tantos casos puramente personales; pero lo importante es la recepción colectiva de ciertos mensajes afirmativos. Un individuo que se muestra orgulloso de ser español o valenciano puede creer absurdo que alguien sienta el orgullo de ser gay. Es más, muchos que no tienen una opinión definida sobre el asunto pensarán: 'encima', orgullosos de ello.

Segundo: todo orgullo es objetivamente tonto. Uno no decide su lugar de nacimiento, ni su color, su estatura, su inteligencia. Nadie decide siquiera su voluntad, algo que parece tan personal. La voluntad y el esfuerzo son componentes de la inteligencia y, por lo tanto, cosas que nos vienen dadas. 'Mi niño es muy inteligente, pero tan vago', dice la madre, sin reparar que esa vagancia es parte del complejo integrado bajo el nombre genérico de inteligencia. ¿Discutible? Claro está. Pero lo bastante verosímil como para que no hablemos del orgullo como mérito. Dejemos en suspenso este juicio de valor.

Es también corriente argumento de gays y lesbianas replicar a la acusación de sexualidad antinatural con ejemplos de la naturaleza. Diablos, natural es todo, pues ninguna manipulación escapa al entorno. Si talamos un árbol y lo vaciamos debidamente, tendremos un medio de transporte, aunque menos apto que las carabelas de Colón; éstas, a su vez, menos eficientes que un moderno transatlántico; pero coinciden en ser naturaleza manipulada... por ese fragmento de naturaleza que es el ser humano. Hitler y Francisco de Asís: naturaleza. Variaciones sobre un mismo tema, a menos que no hagamos lo que debemos hacer: trasladar toda la actividad humana al plano social, lo que supone, entre otras cosas, embridar al resto de 'lo natural'.

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Sitúese pues el homosexualismo en un plano estrictamente social y dejemos de involucrar a la naturaleza en los asuntos que sólo a los humanos competen. Los homosexuales tienen un buen número de razones sociales con las que presentar batalla; como los gordos sin remedio, o como los minusválidos. Pero cuidense de eslóganes y argumentos ingenuos, que avernirles ha bien. Creo.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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