Florilegios
Queridos, queridas, ya es primavera.Ya canta el cuco, florecen las margaritas y las prímulas, la tarde se alarga hasta hacerse parrandera y el sol, ¡oh el sol!, cómo luce y reverbera en nuestras costas. Hasta las alergias se sienten pletóricas y ayer vi una lubina tomando el sol cerca de mi casa. Fue en una escapadita rápida que hice, porque a mí me gusta el hogar, lo que no me impide disfrutar de esta estación maravillosa. La percibo en el reflejo de la luz en el marco de plata de la fotografía de una novia que tuve. Ningún amor es inútil, siempre lo he asegurado, y éste lo aprecio sobremanera porque ha sabido superar la prueba del tiempo. ¡Venciste al invierno, mi amor!, le digo cuando la veo brillar más allá de las seis de la tarde, y el hogar es un prado, casi un minigolf para andar por casa, de modo que decido quedarme en él bien envuelto en mi bufanda antipolen.
El pasado domingo, por ejemplo, disfruté del Aberri Eguna en mi casa escuchando Carmen. Puede que les sorprenda tanta españolidad en día tan señalado, pero siento disentir de ustedes, pues a mí esa ópera siempre me ha parecido un modelo de multiculturalidad pegada al oído. En ella hay vascos, gitanas, toreadores, cigarreras, bandoleros, militares y Micaela, y todos hablan en francés. La cosa sería de risa si no volara por toda ella la mariposa del genio, que la convierte en una obra maravillosa. Yo lloré, una vez más, al escucharla. Saben, ese es mi termómetro para la cultura, las lágrimas de agradecimiento por esa luz que es algo más que la que refleja el marco de plata de la foto de mi ex novia. Lloro, luego hay cultura. El resto me parecen costumbres, inercias, fanatismos que le dejan a uno tan ancho cuando se los quita de encima, pues inmediatamente se acoge a otros que serán también polvo que barre el viento sin que él se dé casi cuenta de ello. Y eso no ocurre con Carmen. Ni siquiera en día tan emotivo como el Aberri Eguna, tan lleno de banderas y de ezpatadantzaris arrodillados ante la flamígera patria. ¿O pedían perdón por algo? ¡Ah!, no me fuercen a hacerme una pregunta que ya esa tarde eludí.
Ciertamente, yo sabía que ese domingo habría un soplo, una suerte de remolino anual repleto de talento. Fue otra de las razones por las que navegué por Carmen y su mar proceloso. Prefería escucharle cantar a la Carmencita aquello de 'pour pays l´univers, pour loi ta volonté', que rascarme escamas en la oreja para distinguir procesos o retrocesos en los discursos volanderos que habían de proliferar ese día. Así que desconecté y me sumergí en las ondas de mi mezzosoprano. Y seguí desconectado en días sucesivos. ¡Ah!, señoras y señores, queridas y queridos, desde mi hogar la primavera no impide el raciocinio, pero asomé la nariz a la ventana y olfateé, percibí, comprendí, hélas!, que fuera no había lugar. Sé que la primavera perturba el juicio, altera los sentidos y enturbia la imaginación de excrecencias infames, pero les aseguro que jamás había percibido desde mi ventana tamaño tufo de iglesia. Pueden preguntarme de cuál, ahora que hay tantas en pugna. Y les responderé que, sin oremus ni procesiones, ésta se pretendía laica, y que si no había estandartes, sí había banderas por doquier.
Asoméme, como digo, a mi ventana, con todos los toreadores haciendo el paseíllo en mi oído, y se me ocurrió pensar si podría decir en alto que le otorgo un voto de confianza a Patxi López. Ignoro por qué me vino a la cabeza este nombre en aquel momento, aunque bien pudo ser debido a que, entre vascos y toreros abarrotando mi hogar, ese nombre me pareciera digno de merecer la atención de Carmen. Juro que lo pensé tan sólo, y vean, un estruendo que ensordeció el de por sí rumboso paseíllo me condenó a las llamas del improperio, ya que no del infierno. ¡Dios misericordioso!, exclamé, acogiéndome a la clemencia de una religión más clásica, me expulsan de la Constitución, del Estatuto, de la Alternativa, de la Contrapartida, del club y hasta de las hijas de María. ¿Soy yo acaso el enemigo que toda nación necesita para serlo, yo, que al parecer no tengo una idea de España, una, porque sólo debe de haber una, prófugo de mí, gusano carmelita? Y acallado el estruendo, tuve que protegerme de una ráfaga disparada contra mí, y, empapado en sudor, escuché otro clamor que decía: sed más suaves con ese pobre chico, aunque no tenga una idea de Euskalherria. Cerré la ventana y te escuché, te escucho, mi Carmen primaveral: Et surtout la chose ennivrante, la liberté, la liberté!
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