La Ley de Mecenazgo o matar moscas a cañonazos
Algo más de dos años alejado de responsabilidades en el mundo de las fundaciones me permite contemplar la situación actual de estas instituciones con un cierto distanciamiento y, creo, también, con una buena perspectiva, para expresarme con la libertad del que sólo habla por él mismo y puede equivocarse sin problemas.
Este tiempo no ha hecho sino confirmar lo que ya conocía: en su conjunto, las fundaciones siguen demostrando, año a año, con su rica y plural actividad, la importancia creciente de su valor y el enorme potencial de futuro que representan. Compruebo, ahora, que tampoco las cosas parecen haber cambiado mucho en el plano de su regulación: de nuevo aflora la desconfianza, esa mala hierba tan difícil de arrancar y que tanto daña las buenas relaciones entre la sociedad civil y el Estado.
Dieciséis años tardó en aprobarse una ley que desarrollara el artículo 34 de la Constitución, lo cual era mucho tiempo, desde luego, y más aún nos pareció entonces, porque realmente la ley del 94 no venía a colmar las expectativas razonables y legítimas de las fundaciones españolas. La nítida posición del PP cuando expuso, en el Parlamento, su voluntad de cambiarla cuando llegase al poder, daba pie, sin embargo, a la esperanza de que, más adelante, se pudiera llegar a la aprobación de una norma adecuada a la realidad de las fundaciones de nuestro tiempo, con visión de futuro y alto alcance político, estimulante y no medrosa.
Más o menos ahí, en ese momento, me quedé yo contemplando durante un largo tiempo los toros desde la barrera, por así decirlo, hasta que, a finales de agosto del año pasado, me decidí a saltar de nuevo al ruedo con motivo del caso Gescartera y de la aparición, entre los perjudicados por el mismo, de un conjunto heterogéneo de instituciones no lucrativas de alta repercusión social para la sociedad española. El asunto me parecía preocupante y ello me llevó a publicar, en estas mismas páginas, un artículo titulado El riesgo y la filantropía en el que trataba de llamar la atención sobre los peligros de que ambos conceptos se mezclasen en la práctica: el que arriesga parte de su fortuna para ganar más se la 'juega' sabiendo que puede perder, mientras que en la acción filantrópica el único riesgo concebible es el acertar con iniciativas sociales o culturales que respondan al interés general, a las necesidades de la población a la que van dirigidas.
En consecuencia, decía en aquel artículo, existen fronteras entre las instituciones de interés público y las de interés privado que no se pueden ni se deben traspasar. Y que de hacerlo, esa extraña y paradójica mezcla de riesgo y filantropía podía producir un cóctel explosivo nada conveniente para el mundo fundacional, más aún cuando esta conexión se produce en un entorno frágil en el que el peso de la tradición es muy débil. Por ello mantenía que lo ocurrido con el caso Gescartera era algo, ya lo dije, preocupante que no auguraba nada bueno, si bien no podía sospechar el castigo colectivo que les iba a venir encima al conjunto de las fundaciones españolas por los 'pecados', por acción u omisión, graves, eso sí, de unos pocos.
Sin embargo, eso es lo que parece haber sucedido, ya que se puede pensar que de aquellos polvos de Gescartera vienen ahora estos lodos de unas disposiciones que, por lo que conocemos del borrador de anteproyecto de Ley de Mecenazgo que el Gobierno ha hecho público, vienen a limitar, de forma drástica e injustificada, que las fundaciones puedan tener intervención efectiva en las sociedades en las que participan y nombrar administradores de su confianza en instituciones societarias (como pueden ser los museos) en las que son mayoritarias.
No voy a entrar en el pormenor de estas disposiciones, al parecer, jurídicamente poco sólidas y, probablemente, incompatibles con disposiciones comunitarias (la segunda directiva de sociedades de diciembre del 76) o, simplemente, con la ley de sociedades anónimas española que en ella se funda. Me limitaré a denunciar la más que aparente incongruencia de estas disposiciones con la libertad y la confianza que necesitan las fundaciones para cumplir sus compromisos de interés general.
Llevamos tiempo esperando una ley 'liberalizadora', que elimine intervenciones administrativas innecesarias y lo que se anuncia no puede dejarnos satisfechos. Es cierto que los borradores que va a remitir el Gobierno a los más altos órganos consultivos establecen estímulos fiscales superiores a los que están actualmente en vigor, pero a costa de unas limitaciones, tan injustificadas como intolerables. Para ese viaje no necesitábamos alforjas. ¿Tiene esto algo que ver con una política de altos vuelos, que entienda y que aliente el papel y el protagonismo activo de la sociedad civil?; ¿no es más bien la expresión de preocupaciones fiscales de corto alcance, más propia de expertos y de funcionarios que de políticos con visión de futuro?
De nuevo vuelve el recelo, y lo sorprendente es que, en este caso, proceda del partido que ha dado probadas y abundantes señales de su confianza en las fundaciones. La ejecutoria, ejemplar, de muchas fundaciones españolas, que vienen realizando una extraordinaria labor en materia cultural o social, no merecía una reforma como la que ahora se anuncia: parece que se pretende matar moscas a cañonazos, sin reparar no sólo en el daño que se puede causar a las fundaciones, sino al gran número de ciudadanos españoles que se benefician directa o indirectamente de sus actividades. Si saliese adelante esta reforma, con las limitaciones que en ella se apuntan, se correría un riesgo de otra naturaleza pero tan real como el anterior: se estaría limitando sensiblemente el desarrollo y el crecimiento de la sociedad civil, de la cual las fundaciones son sus agentes más significativos y emblemáticos.
Antonio Sáenz de Miera es autor de El azul del puzzle.
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