'Quiero morir entre fuegos artificiales'
Richard Durn llevaba horas siendo interrogado por la policía. En un primer momento y durante más de 24 horas, sus respuestas eran incoherentes dejando traslucir una gran desesperación al tiempo que una evidente incapacidad para coordinar sus ideas.
No fue hasta las ocho de la mañana del jueves que admitió que era él quien había disparado, en solitario, contra la corporación municipal de Nanterre. Dos horas más tarde, aprovechando un cambio entre el equipo de agentes que le vigilaba e interrogaba, Durn logró encaramarse de un salto al tragaluz que se halla en el techo del pequeño local donde permanecía detenido y, a pesar de que uno de los policías le retuvo un momento por las piernas, logró escapar hacia el tejado y precipitarse desde una altura considerable -un cuarto piso- al vacío. 'Es un caso evidente de mal funcionamiento de nuestros servicios', admitió enseguida el ministro del Interior, Daniel Vaillant, al tiempo que anunciaba que su Ministerio y el de Justicia iban a colaborar en una investigación interna para establecer las responsabilidades.
Para Jacqueline Frayse, alcaldesa de Nanterre, 'el suicidio de Durn es inexcusable'. Para Robert Hue, candidato comunista a las presidenciales, lo ocurrido es 'gravísimo'. Lo cierto es que resulta incomprensible que no fuese objeto de una vigilancia más estricta un hombre con confesadas pulsiones suicidas, que había intentado quitarse la vida en 1983 y en 1990 y que estaba bajo tratamiento psiquiátrico desde 1995. Los policías disponían de tres cartas, ahora póstumas, de Durn en las que éste decía querer 'morir en medio de una gran explosión de fuegos artificiales' para no 'marchar solo de este mundo'.
La investigación policial, una vez establecida una descripción exacta de los hechos, estaba condenada a desembocar en un internamiento en hospital psiquiátrico. Es más, lo lógico era que el interrogatorio se desarrollase en un centro médico, con ventanas protegidas, y por parte de personal especializado. Pero los errores o incompetencia policial ante el suicidio de Durn no son los únicos aspectos absurdos del caso. Durn contaba con un permiso de armas desde 1996, que había sido renovado después de que él se sirviese de una de sus pistolas para amenazar, en 1998, a una psiquiatra que le atendía y que denunció el hecho.
En 2001 no se le renovó el permiso de armas pero ni la policía se las retiró ni el club de tiro al que pertenecía comprobó si sus papeles seguían en regla. Demasiados errores en el camino de un hombre que 'era un alumno superdotado', según recuerda uno de sus profesores, pero que le había confesado a su madre que estaba 'loco':
'Acabaré siendo un mendigo. He de morir'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.