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Columna
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La mano y el botón

Cambio automático, cierre centralizado, asientos regulables eléctricamente, climatizador automático. Las innovaciones que aumentaron el valor de un automóvil han ido centrándose en la simplificación de nuestra acción. Un artefacto es tanto más moderno cuanto menos intervención física nos reclame. El último BMW de la serie 700 iDrive dispone de un solo botón para ordenar 700 funciones. Su mundo tiende a resolverse con una única pulsación. O incluso sin ella.

El usuario más joven se impacienta con la eventual necesidad de añadir algo más que su deseo al logro de una satisfacción, lo que se corresponde con la cultura de la gratificación inmediata que la droga ha enseñado más allá del week end. Ya se han visto monos capaces de mover el cursor sobre la pantalla mediante la energía directa de su cerebro. Pronto los seres humanos serán capaces de interactuar con las máquinas y no a través de pulsaciones sino por sus compulsiones. No por gestos físicos sino tan sólo mentales. Entonces será posible que la máquina, sensible al pensamiento, se componga de pensamientos y deseos que nos piensen y deseen.

La especie humana pudo progresar gracias al servicio de instrumentos sucesivamente más complejos, crecientemente más alejados de la comprensión de su usuario. Al principio las herramientas eran una prolongación de nuestras extremidades, extensiones potenciadoras de nuestro cuerpo. Las tenazas, émbolos, palas, martillos, lentes o megáfonos ayudaban nuestra labor continuando los modelos orgánicos. Eran prótesis del cuerpo inspiradas directamente en su morfología. No hacía falta instrucción para entender su naturaleza ni acertar con su manejo mientras ahora el nuevo BMW 700 iDrive requiere una hora de clase en el concesionario y un mes de habituación.

La ventanilla gestionada por una manivela sube igual que una persiana primitiva pero ¿por qué sube la ventanilla eléctrica? Y no se diga ya del mundo inextricable que el ordenador ha introducido en nuestras vidas. El ordenador funciona como efecto de nuestras manos pero ¿quién podría decir que sus manos gobiernan el ordenador? Los aparatos se han emancipado física y mentalmente y poseen una extraña personalidad con la que tenemos que vérnoslas. No obedecen como dóciles sirvientes sino que, en ocasiones, nos desobedecen como iluminados.

La máquina ha perdido su llana naturaleza de utensilio. Es útil pero algo nos dice que nosotros somos también sus útiles. Nos acercamos al ordenador y él ya nos está esperando. No duerme mientras dormimos, vive antes de que decidamos otorgarle vida. Puede que espere aletargado pero la vida discurre sin cesar en su interior y con una complejidad desconocida. Ahora no somos amos de las máquinas. Acaso sólo los propietarios. Ahora no aspiramos a conocer la herramienta que nos ayuda, nos basta con que responda, no se amotine, no enloquezca. La herramienta era nuestra ayuda mansa pero el ordenador, el coche electrónico, la lavadora Maytag, la XBox, Internet, los robots de Honda, tienen sus leyes y quién duda que también un carácter difícil.

Las puertas se abrían con la torsión de nuestra muñeca y hacían saber que se sometían a nuestra fuerza pero las puertas de conexión fotoléctricas nos despojan de aquel tangible poder. Cuando sus hojas se abren no sabemos si es como consecuencia de una subordinación reverencial o por efecto de una total indiferencia Las nuevas máquinas cotidianas participan todas ellas de esa ambigüedad sustancial. Se mueven con prestancia a nuestro estímulo pero proceden como para salir del paso, entre la mayor desafección. Son máquinas que han dejado de amarnos o que precisamente sólo se aman entre ellas, se conectan y copulan entre ellas, se fusionan y entienden entre ellas, mientras los seres humanos aparecemos como un mundo cada vez más infantilizado que se conforma con pulsar un botón.

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