Soledad y paisaje anónimo
Salvo excepciones contadas, desde el Renacimiento y hasta el siglo XVII, el paisaje servía como fondo de pinturas donde se reflejaban acontecimientos de mayor o menor trascendencia histórica. Las corrientes románticas propiciaron mayores estímulos para este genero. La naturaleza ganó protagonismo. Prados y ríos, bosques y montañas, nubes y flores, fueron los grandes actores de la explosión paisajística. En este contexto nació la fotografía que no dudó en adoptar estos temas para si. De esta manera, los paisajes naturales fueron fotografiados por numerosos viajeros con mayor o menor acierto, comercializando incluso muchas de las tomas realizadas. El paisaje urbano también fue motivo recurrido por los daguerrotipistas. Puentes, trenes, casas y calles de ciudades anónimas, se prestaron con entusiasmo a estas experiencias.
De esta forma los primeros autores y sus voluminosas cámaras, desde criterios esencialmente documentalistas, trabajaron en dos vertientes: los estudios de la naturaleza y el inventario de lugares, edificios y monumentos. Todo aquello que resultaba exótico, idílico, o sencillamente raro, fue motivo de interés para aquellos pioneros.
Desde estas raíces llegan, con algunos matices inovadores, las fotografías de Carlos Cánovas (Hellín, 1951) expuestas en la Sala de Arte de la calle Zapatería en Pamplona, bajo el título Paisaje anónimo. Es un trabajo que viene realizando desde 1993. Son imágenes en blanco y negro, tomadas mayormente en la periferia de ciudades, donde muros y paredes de complejas construcciones nos deleitan con formas inquietantes de donde emana una lírica austera. Parecen lugares abandonados donde no cuenta la presencia humana, pero queda el rastro de alguna de sus intervenciones.
Los grandes formatos ofrecen innumerables detalles para lanzar una llamada a la reflexión sobre paso del tiempo y la inconsistencia de los espacios. Se trata de composiciones arriesgadas, no siempre comprensibles, que nacen de un pensamiento profundo. Una serie de fotografías que, tal como reclama su autor, sigue abierta permanentemente, y permite variaciones constantes para reflejo de su propio estado de ánimo.
No clausurar un tema supone seguir insistiendo en la búsqueda de un resultado que no llega. Es entrar en la espiral de lo inalcanzable, de la incomunicación y el aislamiento. Puede ser el ultimo paso para llegar a la abstracción más absoluta pero, si ese es el camino elegido por el impulso creativo, sea siempre bienvenido mientras las emociones no se dejen absorber por lo absurdo y el espectador pase insensible ante el espectáculo. La elaboración de una estética propia siempre está en el animo de los artistas. En el paisaje fotográfico estos intentos llegan desde los pictorialistas clásicos, capaces de dejar atrás el aspecto documental y engancharse en las corrientes expresionistas señaladas por la pintura. Un mayor racionalismo nació con el constructivismo soviético, la Bauhaus, la Nueva Objetividad, el redescubrimiento de las geometrías industriales en EE.UU o, incluso, con la Nueva Topografía referida a imágenes sobre las intervenciones del hombre en la naturaleza. Pero los paisaje de Cánovas parecen convertirse en lugares de experiencia, unas veces místicas otras mágicas y, desde la figuración representada, se convierten en motivo de polémica y debate para la expresión fotográfica.
La trayectoria de este autor resulta apasionante. Hace justicia al oficio de fotógrafo. No se conforma con realizar las tomas, revelarlas y ampliarlas con la impecable pulcritud de un gran maestro del laboratorio. Además, y así se pone de manifiesto en su largo curriculum, estudia el medio, reflexiona sobre el mismo y abre nuevas vías de investigación plástica que traslada estos últimos años a sus alumnos de la Universidad Pública de Navarra. Su obra, recogida en numerosos libros, museos y colecciones privadas, es capaz de reconciliar a la sociedad con el arte.
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