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Disparar para que no cambie nada

Se siente cierta incomodidad al reflexionar (y más aún al escribir) sobre la vuelta del terrorismo. Da la impresión de volver a copiar al pie de la letra los artículos escritos en los años setenta. Ello nos demuestra que, aunque no sea cierto que no haya cambiado nada en el país desde aquella década, sí lo es que no ha cambiado nada en la lógica del terrorismo. Es la nueva situación en que reaparece lo que induce, si acaso, a hacer una relectura en una clave ligeramente distinta.

Se dice que el acto terrorista aspira a la desestabilización, pero se trata de una expresión vaga, porque el tipo de desestabilización a la que puede aspirar un terrorismo 'negro', un terrorismo de 'servicios secretos desviados', y un terrorismo 'rojo' es distinta. Asumo, mientras no se demuestre lo contrario, que el asesinato de Marco Biagi es obra, si no de las auténticas Brigadas Rojas, sí de organizaciones con principios y métodos parecidos, y en este sentido usaré de ahora en adelante el término 'terrorismo'.

¿Qué se propone normalmente un acto terrorista? Dado que la organización terrorista persigue una utopía insurreccional, aspira sobre todo a impedir que oposición y gobierno lleguen a acuerdos de cualquier tipo, tanto si se alcanzan, como en tiempos de Aldo Moro, mediante una paciente labor parlamentaria, como a través de un enfrentamiento directo, huelga u otras manifestaciones con vistas a inducir al gobierno a revisar algunas de sus decisiones. En segundo lugar, aspira a empujar al gobierno a una represión histérica, que los ciudadanos sientan como antidemocrática, insoportablemente dictatorial, y por lo tanto hacer que estalle la insurrección de un amplio sector preexistente de 'proletarios o subproletarios desesperados', que sólo esperaban una última provocación para iniciar una acción revolucionaria.

A veces, un proyecto terrorista tiene éxito, y el caso más reciente es el del atentado contra las Torres Gemelas. Bin Laden sabía que en el mundo había millones de fundamentalistas musulmanes que sólo esperaban para sublevarse la prueba de que el enemigo occidental podía ser 'golpeado en el corazón'. Y en efecto así ha sido, en Pakistán, en Palestina, y también en otros lugares. Y la respuesta estadounidense en Afganistán no ha reducido, sino reforzado, ese sector. Pero para que el proyecto tenga éxito hace falta que este sector 'desesperado' y potencialmente violento exista, y cuando digo existir quiero decir como realidad social.

El fracaso no sólo de las Brigadas Rojas en Italia, sino de muchos movimientos en Latinoamérica se debe a que construyeron todos sus proyectos partiendo del supuesto de que este sector desesperado y violento existía, y que se podía calcular no por decenas o centenares de personas, sino por millones. La mayor parte de los movimientos de Latinoamérica consiguieron llevar a algunos gobiernos a la represión feroz, pero no lograron que se rebelara un área que evidentemente era mucho más reducida de lo previsto por los cálculos de los terroristas. En Italia, el mundo de los trabajadores y las fuerzas políticas reaccionó con equilibrio y, por más que algunos criticaran ciertos dispositivos de prevención y represión, no se produjo la dictadura que las Brigadas Rojas esperaban. Por eso, las Brigadas Rojas perdieron el primer asalto (y todos nosotros nos convencimos de que habían abandonado el proyecto).

La derrota de las Brigadas Rojas convenció a todos de que, al fin y al cabo, no habían conseguido desestabilizar nada. Pero no se reflexionó lo suficiente sobre el hecho de que, en cambio, sirvieron en gran medida para 'estabilizar'. Porque un país en el que todas las fuerzas políticas se habían comprometido a defender el Estado contra el terrorismo indujo a la oposición a ser menos agresiva y a intentar más bien las vías del llamado asociacionismo. Por ello, las Brigadas Rojas actuaron como un movimiento estabilizador, o, si se quiere, conservador. Poco importa que lo hicieran por un error político garrafal o porque estuvieran debidamente manipuladas por quien tenía interés en alcanzar ese resultado. Cuando el terrorismo pierde, no sólo no hace la revolución, sino que actúa como elemento de conservación, o de ralentización, de los procesos de cambio.

Lo que llama la atención en la última hazaña terrorista, por lo menos a simple vista, es que normalmente los terroristas mataban para impedir un acuerdo (según enseña el caso Moro), mientras que esta vez da la impresión de que han actuado para obtener un desacuerdo (en el sentido de que muchos consideran que, después del asesinato de Biagi, la oposición debería atenuar, suavizar y contener sus manifestaciones de desacuerdo y los sindicatos deberían aplazar la huelga general.

Si hubiera que seguir esta lógica ingenua del cui prodest, habría que pensar que un sicario gubernamental se puso el casco, se subió a la moto y se fue a disparar a Marco Biagi. Lo cual no sólo parece excesivo hasta a los más exasperados 'satanizadores' del gobierno, sino que induciría a pensar que las Brigadas Rojas no existen y no constituyen un problema.

El hecho es que el nuevo terrorismo confía, como siempre, en el apoyo de millones de partidarios de un potencial sector revolucionario y violento (que no existe), pero sobre todo ha visto el extravío y la descomposición de la izquierda como un excelente elemento de descontento entre los componentes de ese sector fantasma. Ahora, los corros (compuestos, como es sabido, por respetables cincuentones pacíficos y demócratas por vocación), las respuestas que han intentado darles los partidos de oposición y la reagrupación de las fuerzas sindicales estaban reconstruyendo en el país un excelente equilibrio entre gobierno y oposición. Una huelga general no es una revolución armada, es sólo una iniciativa muy enérgica para llegar a modificar una plataforma de acuerdo. Y, por lo tanto, también esta vez, aunque aparentemente parezca que se trata de impedir la manifestación de un desacuerdo, el atentado de Bolonia aspira a impedir un acuerdo (aunque sea conflictivo y discutido). Sobre todo aspira a impedir, en el caso de que la oposición sindical modifique la línea de gobierno, que se fortalezca el verdadero enemigo del terrorismo, es decir, la oposición democrática y reformista.

Por lo tanto, si el terrorismo tuviera éxito en su primer objetivo (atenuar la protesta sindical), habría conseguido también esta vez obtener lo que siempre ha obtenido (quisiéralo o no): la estabilización, la conservación del statu quo.

Si es así, lo primero que tienen que hacer oposición y sindicatos es no ceder al chantaje terrorista. El enfrentamiento democrático debe proceder en las formas más agresivas permitidas por la ley, como la huelga y las manifestaciones callejeras, precisamente porque quien cede hace exactamente lo que los terroristas quieren.

Pero de la misma forma (si puedo permitirme dar consejos al gobierno), el gobierno debe evitar la tentación a la que le expone el atentado terrorista: caer en formas de represión inaceptables. La represión puede tener sutiles reencarnaciones y hoy día no prevé necesariamente la ocupación de la calle con tanques. Cuando se oye en televisión a gobernantes que, de formas distintas (algunos con mesura y vagas alusiones, otros con indiscutible claridad), sugieren que quienes han armado (moralmente, moralmente, se aclara) la mano de los terroristas han sido los que de diversas formas han puesto en tela de juicio al gobierno, los que han firmado llamamientos a favor de la respuesta sindical, los que reprochan a Berlusconi el conflicto de intereses o la promulgación de leyes en gran medida discutibles, y discutidas también fuera de nuestras fronteras; quienes hacen esto están enunciando un peligroso principio político. Principio que se traduce así: dado que existen terroristas, cualquiera que ataque al gobierno anima su acción. El principio tiene un corolario: por lo tanto, atacar al gobierno es potencialmente criminal al gobierno. El corolario del corolario es la negación de cualquier principio democrático, el chantaje a la crítica libre en la prensa, a cualquier acción de oposición, a cualquier manifestación de desacuerdo. Que no es desde luego la abolición del Parlamento o de la libertad de prensa (yo no soy de esos que hablan de nuevo fascismo), sino algo peor: es la posibilidad de chantajear moralmente y someter a la reprobación de los ciudadanos a quien manifieste su desacuerdo (no violento) con el gobierno y de equiparar eventualmente la violencia verbal -común a muchas formas de polémica, encendida pero legítima- con la violencia armada.

Si se llegase a esto, la democracia correría el riesgo de vaciarse de sentido. Tendríamos una nueva forma de censura: el silencio o la reticencia por temor a un linchamiento mediático. Por ello, los hombres del gobierno deben 'resistir, resistir, resistir' a esta diabólica tentación.

La oposición en cambio, debe 'continuar, continuar, continuar', en todas las formas que permita la Constitución. Si no, de verdad (¡y por primera vez!) los terroristas habrán vencido en los dos frentes.

Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano.

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