Enjuague blanco con coartada negra
La lógica, o lo que sea, que (como previeron los casi infalibles correveidiles de los Globos de Oro) llevó ayer a las manos de Ron Howard -director completamente vulgar, situado a distancias astronómicas por debajo de Robert Altman- y de los productores de la tramposa y hueca Una mente maravillosa, los dos oscars de más vuelo, tiene, vista por el retrovisor, pinta de enjuague o de (aunque no sea premeditado) cálculo de equilibristas del circo de lo políticamente correcto.
Y las puertas de ese circo se abren del todo si se tiene en cuenta que de lo que hoy más se hablará no es de aquel, sino de otro cálculo, el de los oscars a los dos intérpretes protagonistas negros, Denzel Washington y Halle Berry. Es un cálculo con más carnaza de primera plana que el primero y que además sirve de pantalla encubridora de la inanidad de los brochazos de Una mente maravillosa. Y sirve de coartada rompedora para lo que el encumbramiento de Ron Howard tiene de paño y apaño caliente, es decir, de glorificación de lo superficial, lo rutinario, lo vacío y lo fácil. Y si a esta suma se añade que en Una mente maravillosa se premió también como mejor actriz secundaria a la estupenda Jennifer Conelly, pero a costa de las portentosas Helen Mirren y Maggie Smith de Gosford Park -que es, con mucho, la mejor obra y tuvo que contentarse con el Oscar al guión original de Julian Fellowes-, el chanchullo comienza a oler a podrido o, peor aún, a incompetencia.
Por justo que sea empujar al gran talento que Halle Berry pone en su personaje de madre en Monster's Ball (no puedo, en cambio, decir nada acerca de Denzel Washington, pues desconozco su Día de entrenamiento), parece más de justicia dar vuelo a quien, como Sissy Spacek, se mueve sobre registros más afinados en la composición de otra madre, la de En la habitación, que ofrece más riesgos morales y muchas más dificultades técnicas que la de Halle Berry. Pero el cálculo, el enjuague o la consigna (vista por el retrovisor, más que evidente) era echar un remiendo al viejo entuerto del apartheid de Hollywood a los intérpretes negros y hubo que coser las heridas abiertas de este feo saco en una aplicación hipócrita y apresurada del juego de la de cal y la de arena.
Que es lo que se hizo, también, con otro apartheid de Hollywood, el creado por su inquina a los grandes cineastas independientes, que desde Charles Chaplin a esta parte son gente crucificable para unos gremios cerrados sobre sí mismos y que, cuando se sueltan la melena del rencor, les sale alma ultraconservadora. Y el cine independiente fue así, con cal y arena, ensalzado en fácil pleitesía al intocable Robert Redford, mientras era echado al basurero en el vacío tendido alrededor de Robert Altman, que sigue siendo una espina en la garganta de los sacristanes de la corrección política del Hollywood de la caverna, pesetero, rancio y mediocre, que ayer volvió a jugar con cartas marcadas y también silenció al brote de talento de otro independiente, Todd Field, en la pequeña e inmensa En la habitación.
Y la única decisión no cobarde, con capacidad de demolición de caminos trillados, que hubo en el embarullado y soso show del lunes son los barridos de las pretenciosas oquedades de Moulin Rouge y de la oferta pastelera de la trola francesa de Amelie. A cambio se dio aire a la sorna, brava y sin componendas, del bosnio Danis Tanovic en En tierra de nadie, buenísima elección, aunque es superior la argentina El hijo de la novia, que, con Gosford Park y En la habitación, forma el trío de obras maestras ignoradas este año por Hollywood, lo que es seguro indicio de que quedarán.
Babelia
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