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Fábula de la cigarra y las hormigas

No es fácil darse cuenta de que la Argentina ha tocado el fondo del barranco en el que estaba desplomándose desde hacía décadas. Hay señales notorias de desesperanza en los graffiti de casi todos los muros, en las puertas blindadas y tapiadas de los bancos y en las manifestaciones incansables que tornan la circulación por las calles de Buenos Aires en un juego de adivinanzas. Pero la gente -que sólo ha oído el lenguaje de las promesas vanas y de las ilusiones perdidas- mantiene aún su afán por sobrevivir y luchar. 'Siempre que acá llovió, paró', me dijo el director de uno de los grandes diarios nacionales. Pero esta vez parece estar lloviendo más fuerte que nunca: el cielo está cruzado por tifones, por tornados, por furiosos pamperos. Es difícil predecir qué quedará de todo lo que aún está de pie cuando el desastre se detenga. Si acaso se detiene antes de que sea tarde.

Dos imágenes de las que fui testigo resumen esa desazón. Viví la primera de ellas hacia las cuatro de la tarde del sábado 9 de marzo. Me llevaban en auto hacia una cita de trabajo cuando, en la esquina de Jorge Newbery y Cabildo, un anciano de clase media, vestido con un esmero de otro siglo, se acercó al vehículo con la mano extendida. El gesto no coincidía con el aspecto del personaje: si estaba pidiendo limosna, no inspiraba -ni pretendía inspirar- compasión o solidaridad, sólo sorpresa. 'Por favor, necesito que me ayude para comprar medicamentos', dijo, con voz monótona, distante, no persuasiva. De cerca, advertí que el traje que vestía estaba raído y remendado, que los codos del saco eran lustrosos, que alguien había dado la vuelta -mal- al cuello de la camisa. Le entregué un billete y el hombre respondió, sin mirar: 'Gracias'. '¿Por qué está pidiendo?', me atreví a preguntarle. '¿Puedo saber por qué?'. 'Entre perder la vida y perder la dignidad, elijo perder la dignidad', me respondió con dignidad auténtica.

Esa misma noche, la del sábado, vi al menos diez o doce familias esperando que las pizzerías o los McDonald's de la calle Corrientes o de la avenida Rivadavia, a la altura de Flores, cerraran sus persianas para clasificar las basuras y comer las sobras: había chicos de tres a once años, padres y madres de familia a los que nadie habría imaginado en situaciones de miseria.

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Carlos Fuentes se ha preguntado muchas veces cómo un país que voló tan alto pudo caer tan bajo. Esa pregunta acosa como una pesadilla a todos los que conocieron la Argentina de hace medio siglo o aun la de más tarde, en la década del sesenta, cuando las censuras municipales eran estúpidas, pero la realidad no era asesina.

Es difícil saber ahora cuán bajo vuela o se arrastra la Argentina, porque no es fácil decidir de cuál país se habla. ¿Hay un país, por de pronto, o se trata más bien de una confederación de señores feudales que han confiado el poder de administración general, aunque de manera precaria, al caudillo de la provincia más poderosa? ¿Puede pensarse en la Argentina como en una comunidad cuando ni siquiera existe una moneda común? Responder a estas interrogaciones no es fácil, porque nadie, ni siquiera el presidente de la República, sabe si el suelo que está pisando hoy será igual al de mañana.

Algunos de los sectores influyentes de los Estados Unidos, tanto en las Cámaras del Congreso como en el Departamento del Tesoro, dejan oír voces desalentadoras. No podemos enviar dinero -dicen- a un país que se ha declarado en cesación de pago, porque eso alentaría a que otros hagan lo mismo. Temen un efecto en cadena, que podría empezar en Brasil, donde el candidato del Partido Trabalhista, Lula, ha enarbolado la bandera del default. Es verdad que la Argentina no paga porque no puede, pero eso mismo la hace sospechosa: ¿pagará cuando pueda hacerlo? ¿Quién garantiza esos pagos? El presidente Eduardo Duhalde, por bien intencionado que parezca y por más buena voluntad que se ponga en olvidar su pasado de fracasos, no da la impresión de tener la situación bajo control. Lo que promete un día debe olvidarlo al siguiente, porque los desmadres de la realidad y las presiones de los intereses a que está sometido también le tuercen las palabras.

Esas vacilaciones de Duhalde, que recuerdan tanto a las de su predecesor Fernando de la Rúa, son las que mayor daño infligen a su autoridad. En los dos meses y medio que lleva de gobierno ha tenido un comportamiento errático con las retenciones a la exportación, con los precios del petróleo, con los bancos, con la reforma política -prometida y abandonada-, con la imprescindible reforma tributaria, con la reducción de algunas dietas escandalosas, con la reticencia de ciertas empresas privatizadas a pagar los cánones que deben al Estado porque no confían en el Estado.

Las provincias vienen emitiendo su propia moneda desde hace años, y ahora hasta la ciudad de Buenos Aires -que era el símbolo mayúsculo de la prosperidad nacional- lanzará al mercado su propio bono. En una librería a la que fui en busca de las escasas novedades que se ofrecen -desde diciembre pasado los libros extranjeros llegan con cuentagotas, porque no hay cómo pagarlos-, se aceptaban catorce monedas diferentes, desde dólares y pesos hasta una infinidad de bonos provinciales.

Hay provincias que se gobiernan como en el siglo XIX, con bandas armadas que siembran el pánico y mantienen el orden exigido por el señor feudal: atacan los diarios opositores, silencian toda protesta con facones o metralletas. En una de ellas, cualquier disensión entraña riesgo de muerte. ¿Hay un Estado, entonces? ¿Hay una nación? ¿O se trata más bien de una oscura trama de intereses que nadie sabe cómo ni cuándo se llegará a romper?

La violencia ha asomado sólo la punta de la nariz. La que se viene podría ser peor. Los tres o cuatro psicoanalistas con los que hablé sostienen que la violencia doméstica ha subido hasta un punto que raya en la locura. Derrotados por una realidad contra la que ya no saben cómo defenderse,

los padres o las madres de familia se atacan unos a otros o golpean todo lo que tienen cerca. Miles de parejas atormentadas por la crisis se han disuelto: la falta de un proyecto común ha destrozado la vida en común. Si esa furiosa impotencia se desborda y sale a la calle, quién sabe cómo podría contenerse. La desdichada represión que ordenó el Gobierno de Fernando de la Rúa el 20 de diciembre del 2001 podría suscitar ahora una marejada de ira o desesperación más atroz, más suicida.

Una tarde, caminando por la calle Junín, conté dieciséis negocios cerrados en un par de cuadras: papelerías, ferreterías, reparaciones de muebles, quioscos de golosinas, lavanderías, ventas de galletitas. Los tres puestos de diarios y revistas que suelo frecuentar venden ahora un 40% menos que hace dos meses. 'Los argentinos llevamos por lo menos veinticinco años gastando más de lo que tenemos: desde los tiempos de Martínez de Hoz', me dijo uno de los quiosqueros. 'Gastando y endeudándonos, siempre un poquito más. Somos como la cigarra de la fábula. Alguna vez se tenía que cortar el chorro'.

La Argentina tiene los ojos demasiado pendientes del Fondo Monetario y de la caridad externa. Tal vez debería volverlos más hacia sí misma, hacia lo poco que ahora se puede hacer con la nada que le han dejado los préstamos alegres, las privatizaciones insensatas y las veladas interminables de pizza con champán. Algunos economistas de los Estados Unidos sostienen que, para aprender la dura lección que ya está sufriendo desde hace rato, el país debería tocar el fin del abismo. Pero, ¿cuál es el fin del abismo? ¿Pararse en la esquina de Jorge Newbery y Cabildo con las manos extendidas? ¿Olvidar la dignidad para no sucumbir al hambre?

Ahora que la Argentina ya no tiene nada, tal vez esté empezando -sin embargo- a tenerlo todo. Aunque la totalidad de los bienes nacionales han sido mal vendidos y dilapidados, la capacidad de imaginar y de crear siguen intactas. Cientos de veces se ha dicho que es preciso rehacer la Argentina desde cero, ahora mismo. Se conocen de memoria sus males. Tal vez alguien conozca los remedios. Lo que no se ve por ninguna parte, sin embargo, es el coraje para aplicarlos, desoyendo los intereses mezquinos de clase, de grupo, de feudo. La cigarra canta y canta y, mientras tanto, se la están comiendo las hormigas.

Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino, ganador del V Premio Alfaguara de Novela con El vuelo de la reina.

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