El desarrollo como negocio
En el año 1990, el amplio consenso que parece existir en las grandes instituciones internacionales de Washington sobre la política económica para el desarrollo lleva a John Williamson a definir una serie de criterios que deben presidir su ejercicio. Bajo la denominación de Consenso de Washington, incluye los siguientes: la subordinación del papel del Estado al del mercado; la liberalización de los tipos de cambio, de interés y de inversiones extranjeras directas; la disciplina fiscal; la máxima participación posible en los intercambios internacionales y la promoción del comercio exterior; la privatización de las empresas públicas; la consideración del progreso social no como una prioridad, sino como una consecuencia del crecimiento económico; la garantía absoluta de los derechos de propiedad privada, y la afirmación de que sólo existe un modelo racional de desarrollo.
Las graves crisis económicas y financieras que durante la última década han vivido muchos países en desarrollo, en particular en América Latina y en el Sureste Asiático, y sobre todo el intolerable aumento de las desigualdades entre el Norte y el Sur, han tenido lugar bajo la égida de ese conjunto de principios y en el marco jurídico institucional que los ha hecho efectivos.
La creciente toma de conciencia de lo insostenible de la situación obligó a los grandes países occidentales a montar una operación que intentase parar el golpe. A dicho fin, con ocasión de la Cumbre del Milenio en septiembre del año 2000, Naciones Unidas convocó una Conferencia para la Financiación del Desarrollo, que debería tener lugar en Monterrey en marzo de 2002 y cuyo objetivo debía de ser reducir, en el 50% antes del año 2015, la pobreza en el mundo.
Un comité preparatorio aprobó, el pasado 25 de enero en Washington, el documento final, que la conferencia bendijo definitivamente ayer con algún pequeño retoque. Monterrey ha sido una nueva operación de relaciones públicas de los grandes y menos grandes de este mundo -63 jefes de Estado y de Gobierno-, que han intentado cubrir con una ya muy trasegada retórica humanitarista, hecha de impúdicas declaraciones de solidaridad y de promesas de ayudas largamente incumplidas, sus verdaderos objetivos.
¿Cómo es posible que afirmemos fervorosamente declarar la guerra a la pobreza cuando en la década pasada hemos disminuido nuestra ayuda a los países pobres en más del 20%? ¿Cómo es posible que fijemos sin sonrojo para el 2015 una meta que nos comprometimos a alcanzar hace ya más de 30 años? Meta que además el consenso de Monterrey hará imposible. Pues sus núcleos duros están exactamente en línea con los del consenso de Wanshington y lo que realmente pretenden es mercantilizar la pobreza, convertir el desarrollo en negocio. Promover el comercio internacional, impulsar las privatizaciones, predicar la buena gobernanza, tener un Gobierno justo (amigo de los USA), fomentar los valores del capitalismo, invertir adecuadamente en educación y sanidad son supuestos que no dejan lugar a dudas. Pero lo más decisivo es lo que los subtiende: los programas de ayuda serán puestos en práctica no por los Estados, sino por las sociedades y organizaciones con quienes contraten los donantes. Como decía mi tía Laureana, a cada cual, sus pobres. Y en este caso, los que más renten.
Monterrey ha dejado fuera todo lo que podía abrir una ventana a la esperanza: la anulación total de la deuda de los países en desarrollo, aunque fuera de manera progresiva; la reducción de la volatilidad de las inversiones en dichos países; el control de los flujos de capital; la sustitución del sistema de créditos por las ayudas a fondo perdido; el establecimiento de un sistema impositivo para las transacciones especulativas internacionales -a pesar del brillante alegato del profesor Spahn, de la Universidad de Francfort-, para las operaciones industriales responsables de causar polución y para el comercio de armas; la reforma radical de las organizaciones económicas internacionales, y en especial la creación de un consejo económico y social, etc. Nada de nada. Claro, que el negoci és el negoci, y con el negocio no se juega.
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