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Columna
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Escándalo

La casa del escándalo huele a tristeza, a vejez de muebles reumáticos y floreros desconchados. Los vasos de agua se duermen hasta recordar el sabor de las acequias y las ventanas confunden la luz con los flecos de un antiguo traje de fiesta. Cuando suena el timbre, las fotografías del salón se alarman, abandonadas a un sentimiento ambiguo, mezcla de inquietud y de vergüenza, de pudor y de ganas de hablar. Doña Escándalo, que es la señora de la casa, deja entrar al visitante, recuerda sus viejas glorias y aprovecha cualquier excusa para elevar la voz y repetir su éxito más importante, aquella copla que insistía en el estribillo de la picha, el coño, la teta y el culo. ¡Ay, qué tiempos! Qué dulce era la vida del artista cuando tenía la complicidad de doña Escándalo y podía solventar cualquier aventura estética con un zapateado sexual o un insulto a las jerarquías sagradas. Los surrealistas lo tenían muy fácil, les bastaba con colocar en la puerta de sus exposiciones a una niña vestida de primera comunión, descubriéndole la gracia de los ademanes y las palabras obscenas. Un burgués se alarmaba más que una mosca con las alas mojadas. Vivir era entonces como volar sobre una mesita de noche hasta caerse en un vaso de agua. Esos tiempos pasaron, nos hemos quedado sin los cumplidos de la burguesía, y doña Escándalo sobrevive a duras penas, olvidada en su casa, con el único consuelo de sus recuerdos inocentes y la picardía infantil de sus canciones. La sociedad ya no es lo que se dice una dama bien educada, ha perdido el pudor y se atreve a salir en las pantallas de los televisores explicando sus fantasías sexuales. La televisión es una comunidad de vecinos en la que hay intercambio de parejas, amas de casa que se vuelven locas con naturalidad y oficinistas que están todo el día pensando en lo mismo, por ejemplo en las posibilidades viciosas de la leche merengada. Las carpetas de la contabilidad huelen a exceso; y en un mundo así, más literal que cualquier imaginación, los artistas han perdido su confianza en la buena de doña Escándalo.

Pero siempre hay lugar para la nostalgia. El director de cine Juanma Bajo Ulloa recibió el encargo de imaginarse una fiesta para clausurar un salón dedicado al cómic, oyó la palabra Granada, compró una docena de pasteles y se fue a visitar a doña Escándalo. Entre copitas de anís y cajas de fotos, el director y la vieja cupletista evocaron el estribillo de la picha, el coño, la teta y el culo. Y ya muy animados, dispuestos a devolverle su juventud a la piel arrugada de las transgresiones, tuvieron la ocurrencia estupenda de jugar con fotos de la Virgen de las Angustias (patrona de Granada), García Lorca (poeta de la generación del 27) y Rosa (no hace falta dar explicaciones). La tristeza fue que no pasó nada, porque las ciudades de provincias sólo viven ya en la nostalgia facilona de los artistas y de doña Escándalo. Han estado a punto de quedarse a solas con sus provocaciones. Menos mal que siempre aparece un arzobispo, reserva espiritual de la prehistoria, dispuesto a celebrar una misa de desagravio. Si no fuera por la Iglesia... El director y el arzobispo me han devuelto la infancia.

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