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Columna
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Patologías educativas

La realidad irrumpe, se nos impone y el mundo contemporáneo se agiganta día a día. Que se dilate el espacio -o, al menos, que sintamos que sus confines se ensanchan- no nos alivia. Dentro de ese perímetro no vivimos con holgura; vivimos, en efecto, hacinados, rodeados de estrépito y de agitación, haciendo acopio de bienes materiales y contando el número creciente de nuestros contemporáneos. Frente a ello, el ciudadano sobrevive como puede, sorteando dificultades y obstáculos y confiando en sus autoridades, esperando de ellas previsión, buen gobierno e inteligencia para diagnosticar y para proponer las intervenciones que se precisen. El que gestiona lo público es un delegado, alguien que no hace de su empleo un patrimonio, alguien, en definitiva, que se sabe provisional y que dotado de competencia toma decisiones ajustadas, moderadas, decisiones que evitarán daños innecesarios. Precisamente porque la realidad desmiente un buen número de nuestras predicciones y precisamente porque los humanos somos inconstantes, es por lo que acabamos viviendo como podemos y por lo que nuestras autoridades fracasan tantas veces con sus diagnósticos o con sus pasividades. Dos ejemplos bastarán, uno universal y pasado, y otro cercano y actual.

El sovietismo fue un intento histórico de ahormar la realidad, de diagnosticarla de acuerdo con un plan, de acoplarla a los límites de las previsiones humanas. Ustedes lo recordarán: los planes quinquenales fueron ideados en la antigua Unión Soviética para dictar el curso del futuro, para anticipar exactamente qué debía aguardarse; los planes quinquenales debían ser una suerte de diagnóstico colectivo con el fin de hacer avanzar la sociedad. Al final, la experiencia resultó ser un fracaso: fue tal la arrogancia de los planificadores, la insensatez de sus metas, que los gestores acabaron por vivir en la patología de sus ensueños, acabaron por ajustar paranoicamente la realidad a sus diagnósticos quiméricos. No dejes que la realidad te estropee un buen plan -parecía ser el precepto de aquellos burócratas exageradamente imaginativos-, no dejes que la vida irrumpa frustrando los proyectos y reventando la horma general del plan. Pese a lo que pueda parecer, esa patología paranoica no se cura con la imprevisión. En efecto, la antítesis de la arrogancia burocrática que todo lo sabe y que jamás yerra no es la falta de planificación. Con un activismo desenfrenado, con un intervencionismo que asfixiaba, los soviéticos pretendieron atar todos los cabos para que nada se les desbocase. Sin embargo, dado que el mundo irrumpe sin freno, ¿cuál ha de ser la enseñanza y cuál la solución que opongamos al delirio de la planificación minuciosa? Que las autoridades de la antigua Unión Soviética creyeran posible oponerse a la realidad con una ortopedia rígida, no quiere decir que todo plan sea un diagnóstico inútil o que el pálpito del mundo externo, plural y vasto no pueda auscultarse con un fonendoscopio eficaz.

Segundo ejemplo. En materia de educación, el Gobierno valenciano padece serias patologías, una suerte de neurastenia que se manifiesta en un estado de fatiga crónica no ligada al esfuerzo, trastornos funcionales diversos y un cuadro de tristeza y hastío profundo con pérdida de la fuerza nerviosa. Si un espectador externo y neutral observara qué hace la Consejería de Educación en su ramo, vería esos síntomas, una vida amortiguada, de pasividad, trastornos funcionales. Permítanme presentarlo así. Ya que esta institución es un organismo, no le puede ser impropia la descripción de este cuadro. ¿Por qué le diagnosticamos fatiga, pasividad y falta de fuerza nerviosa a la consejería? Porque parece haber renunciado a la actividad, a la anticipación, a la observación, a la predicción sensata y cautelosa. ¿Qué opone este organismo? La indolencia de quien espera, la inactividad de quien aguarda que la realidad le dicte o le imponga lo que debe hacer. La consejería es como un médico que ha renunciado a hacer diagnósticos en espera de que el enfermo no se agrave, confiando, pues, que la buena suerte o la chiripa salven a su paciente. Herminio García, que fue tiempo atrás director económico de un hospital público, es ahora director general de Centros Docentes. Pues bien, no parece haber aprendido nada de la experiencia clínica de los galenos. Deja que la realidad se desborde y después anuncia un plan. Fíjense: no hace como los soviéticos, que intentaban hacer de la realidad un calco exacto de su plan, sino que se deja llevar por la fatiga o la inacción esperando que un simple analgésico o unas tiritas sean suficiente remedio. El director general presenta a la opinión pública la Resolución de 8 de marzo por la que se establece el Plan de Adscripción de los Centros de Primaria a los de Secundaria para el próximo curso, con el fin de acomodar a los alumnos de la ESO en los Institutos. Es un éxito de planificación -añade jactancioso-, es el resultado exacto y eficaz de un buen diagnóstico que ha permitido calcular el número de los niños ajustándolos a las plazas disponibles. ¿Es así? Parece el diagnóstico hecho por un galeno que padeciera fatiga y que, por eso, resolviera las cosas con un simple apañico. Primero, mantiene a la mayor parte de los niños de la ESO en sus anteriores escuelas, aunque estén hacinados, para no aumentar la propia congestión de los Institutos que él no sanea. Segundo, renuncia a dotar, a ampliar esos Centros de Enseñanza Media, dado que no llegarán para el próximo curso todos los niños de la ESO que deberían haber accedido. Ahora, eso sí, instalando en los patios de los Institutos y de los Colegios unos contenedores a los que con mucha imaginación llaman aulas. Son una especie de barracones en los que milagrosamente se oficia el prodigio de la educación. No se levantan paredes y techos, sino que se aloja a los muchachos en recipientes metálicos, boxes, como dicen en los hospitales.

Imaginemos, para acabar, a un enfermo al que se debe intervenir. El cirujano cude al quirófano y descubre para su sorpresa que la sala sólo es un box, que no tiene un ambiente perfectamente aséptico y que, además, carece de oxígeno, de gasas y de tiritas. Se dirige a la autoridad administrativa y se queja con tono irritado al director económico del hospital público para que lo dote de medios, lamentando esa imprevisión. 'No se agravie, hombre', le responderá el señor director, 'es mejor un quirófano sucio o un box que una cloaca o un estercolero. Y, además, no se preocupe por las imprevisiones: hemos conseguido convencer a los pocos pacientes que quedan vivos de que sólo vengan al hospital cuando ya esté muy avanzado el estado de su enfermedad'.

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