A examen
'Todos somos ignorantes -decía Albert Einstein- pero no todos ignoramos las mismas cosas'. Y es verdad que ser considerado 'culto' ha tenido que ver tradicionalmente no tanto con lo que se sabía sino con lo que no se ignoraba. Eso no tiene hoy demasiado sentido porque ser culto ha dejado de ser un valor o una garantía. Hoy 'saber' no ocupa lugar social. Lo que cuenta es, a veces, hacer; y casi siempre, tener.
También la escuela perseguía el mismo objetivo; que los jóvenes, al cabo de sus trayectorias académicas, no ignoraran ciertas cosas. He conjugado la frase en pasado, porque la enseñanza ha ido con los años perdiendo fuste, orientación y eficacia. Al punto de que hoy sus resultados están mucho más que en entredicho, en una zona catastrófica, de sequía formativa prolongada y severa. Se mire además por donde se mire: las ciencias, las letras, el baremo europeo, la autoridad docente, el sentido común.
Esta situación reclamaba a gritos una ley de calidad de la enseñanza. Pero la que ahora propone el Gobierno está levantando ampollas. Algunas legítimas, como las que reclaman precisión, coherencia y viabilidad en la financiación de una reforma que prevé mecanismos, y por lo tanto profesores, de refuerzo para aquellos alumnos que por diversas causas, entre ellas la de su procedencia cultural, tengan dificultades de aprendizaje.
Pero este proyecto de ley -proyecto, es decir, línea de partida no de meta; esto es, exigencia de debate y de permeabilidad por parte del Gobierno y de las distintos grupos de oposición-, este borrador de ley está levantando también críticas absolutistas y frívolas, que invalidan sin proponer alternativa alguna. Que adjetivan reductora e irresponsablemente, en el sentido de que alimentan la idea de que rigor y exigencia son sinónimos de represión, autoritarismo, oscurantismo ideológico.
Las principales críticas se centran en los itinerarios académicos diferenciados; las repeticiones de curso y convocatorias de septiembre; y el examen de reválida al final del bachillerato. Y el adjetivo más jaleado es el de ley 'discriminatoria'.
Asumo mi parte de oscuridad mental para afirmar que esta ley me parece esencialmente válida. E inválido lo que hoy contienen muchas aulas: alumnos que nunca han repetido pero que no están al mismo nivel que el resto, y que son por ello relegados de facto e irrecuperablemente. O materias fundamentales vaciadas de contenido, convertidas demencialmente en marías sólo porque alumnos, que jamás han pasado un control, no pueden seguirlas con más fundamento. O jóvenes que se encuentran a las puertas de la universidad sin llaves ni llavines con que abrirlas. Además de profesores desbordados y/o amedrentados.
Elegir una opción académica es lo que nuestros alumnos han hecho desde siempre. Y como me parece incuestionable que las decisiones tomadas en la adolescencia no deben marcar la vida de nadie, entiendo que hay que apoyar -adaptando la ley consecuentemente- las estructuras flexibles, los puentes que garanticen la reversibilidad de los caminos tan pronto emprendidos, en lugar de cargarse sin más -sin proponer alternativa, repito- la posibilidad de equilibrar los contenidos educativos y las respuestas del alumnado.
Lo que es mayúsculamente discriminatorio es el actual enseñar mal y no controlar nada, o trasladar a las familias la tarea de controlar y reforzar los contenidos académicos; porque hay familias que no saben o no pueden supervisarlos o completarlos o reemplazarlos.
La disciplina, los exámenes y la reválida -que se presenta con cuatro convocatorias y un 50% de la nota final- son necesarios para ese control. Y también para transmitir a los jóvenes una enseñanza primordial, en el sentido de eficaz antídoto contra muchas dependencias y de buen presagio democrático: la responsabilidad. Lo más parecido que conozco a la libertad propia.
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