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Reportaje:LAS RAZONES DE LOS PALESTINOS | LA TRAGEDIA DE ORIENTE PRÓXIMO

Una paz entre dos Estados con plena soberanía

Una de las cosas más sorprendentes con las que se encuentra el visitante de Israel y Palestina es el escaso conocimiento que el israelí tiene del palestino, de lo que quiere el palestino, de lo que siente el palestino. Y eso, en mi opinión, tiene mucho que ver con la solución del problema de Tierra Santa. Evidentemente, hay excepciones, como el historiador Ilan Papé y, posiblemente, el gran conocido de España Shlomo Ben Ami, aunque con lo que está cayendo, todas estas almas encuentran un clima de lo menos propicio para expresarse.

Cuando en febrero de 2001 Ariel Sharon era elegido jefe de Gobierno de Israel en contraposición al candidato laborista Ehud Barak, el periodista israelí Joel Markus, felicitaba en el diario Haaretz, con equivocado sarcasmo, a Yasir Arafat 'por haber conseguido hacer elegir a Sharon' en contra de los intereses de su pueblo, cuando 'era evidente' que -del líder ultraderechista del Likud- no podían esperar nada, mientras que con Barak habían estado 'tan cerca' de hallar una solución al problema palestino.

La inmensa mayoría de los dirigentes palestinos comprende que Israel no puede admitir el retorno de cuatro millones de refugiados árabes

El analista israelí no se había molestado, aparentemente, en preguntar por qué los árabes se habían abstenido de sostener al laborismo, como en ocasiones anteriores, porque éstos le habrían explicado que ya estaban cansados de votar por un partido que en casi 30 años de ocupación exhaustiva del poder no había hecho nada, o por lo menos no lo suficiente, para resolver el conflicto, y que, sabiendo perfectamente que con su abstención estaban contribuyendo indirectamente a la victoria del gran-nacionalista, lo hacían porque preferían la verdad desnuda de una ocupación sin negociaciones dignas de tal nombre, a la superchería a que el laborismo, últimamente de Peres y Rabin y en su día de Ben Gurion y Golda Meir, había hecho sufrir al pueblo palestino. El votante árabe se abstenía por puro agotamiento, y la dirección palestina prefería tener enfrente a un Sharon indiscutible en su propósito de dominación por la violencia que a un Barak que ya había demostrado que no era capaz de ofrecer lo mínimo que cree que puede aceptar el pueblo asediado.

Si es un error o no haber preferido a un represor desencadenado que a un represor relativamente contenido es cuestión irrelevante ante lo que se discute aquí. El palestino aceptaba con pleno convencimiento que fuera elegido Sharon, mientras gran parte de la opinión israelí se interrogaba ensimismada sobre el porqué de lo que era simplemente una evidencia.

¿Qué es lo que quiere para hacer la paz, probablemente todavía hoy pero no es seguro que mañana, la gran mayoría del pueblo palestino?; ¿qué es eso que parece que no quiere saber Israel, quizá porque no se quiere mirar en un espejo en el que, como Dorian Gray, podría ver un rostro en el que no quiere reconocerse? El rostro de un Estado que lleva 35 años sometiendo a una ocupación militar, y hoy a una represión salvaje, a un pueblo al que la ONU, pero sobre todo un consenso casi universal y democrático, reconoce todos los derechos sobre una tierra que el Gobierno de Jerusalén ocupa sólo por derecho de conquista; el rostro de una ocupación que es la que ha alentado el crecimiento de una minoría imperialista por la vía de lo religioso y que, según más de un autor judío, incluso sionista, está envileciendo al Estado y a la sociedad israelíes.

Faisal el Husseini, hasta el verano pasado ministro de la Autoridad Palestina para Jerusalén, donde murió a los 60 años de un ataque cardiaco, y una de las grandes dinastías históricas de la ciudad árabe, lo explicaba con la prudencia y el temor velado por el futuro propios del gran señor que era.

Israel, decía, tiene que darse primero cuenta de lo que ha hecho, mirarse en ese espejo, y reconocer que contribuyó decisivamente a la expulsión de más de 700.000 palestinos de su tierra, de su país en la guerra de 1948 -sin que eso excluya la responsabilidad de los Estados árabes limítrofes-, lo que redondeó con otra desbandada, aunque menor, en la guerra de 1967. Y que, como consecuencia de todo ello, el pueblo judío que fue expulsado de sus hogares y algo sin duda peor, casi exterminado por el régimen nazi, hace más de medio siglo, sea capaz ahora de expresar un sentimiento de culpa por lo sucedido. ¿Se llama eso pedir perdón? No creo que Al Husseini quisiera pelear por cuestiones de terminología, si el remordimiento y la culpa quedaban suficientemente claras.

Ese punto de partida, el sentimiento de culpa, sería esencial para disipar las brumas de lo que es a la larga el principal problema para que haya un día paz en Tierra Santa: el regreso o la compensación a cerca de cuatro millones de refugiados, los entonces expulsados y sus descendientes. Husseini, como la inmensa mayoría de los dirigentes palestinos, comprende que Israel no puede admitir el retorno de cuatro millones de árabes porque eso despojaría al Estado de todo su contenido como refugio de la diáspora mundial judía. Y añadía que, al igual que el imperio británico expedía -y expide- pasaportes a los gibraltareños y hasta hace poco de Hong Kong, con derecho a la visita, a la estancia relativamente prolongada, pero no a la residencia permanente en Gran Bretaña, ese camino, junto con el de la admisión de unas decenas de miles de personas, la instalación de otros muchos en una Palestina independiente, y la compensación económica a los que restaran, sería una primera gran plataforma de acuerdo para la paz.

Repatriación de colonos

Husseini añadía que Israel haría bien en aceptar esa oferta, la mejor oferta posible del pueblo palestino para obtener un marchamo indiscutible de legimitidad nacional en Oriente Próximo, porque, si hoy, entre todo Israel y Palestina hay unos cinco millones de judíos por un número apenas algo inferior -más de cuatro mi-llones- de árabes, dentro de 10 o 20 años, cuando el número de palestinos triplicara o cuadruplicara, dado su mucho más alto nivel de multiplicación, el de judíos, sería extraordinariamente dudoso, decía, que una oferta de belleza semejante pudiera repetirse.

Ello nos conduce, naturalmente, a determinadas obviedades territoriales. Para que esa repatriación -si no directamente a casa, sí a un paraje familiar- fuera posible y para que la compunción israelí tuviera sentido, haría falta que el Estado sionista se limitara a cumplir las resoluciones de la ONU que establecen inequívocamente, como el propio autor de la 242, el británico lord Carrington ha dicho, la retirada total de los territorios ocupados, y no, como una tenaz leyenda que ni siquiera EE UU defiende públicamente, de sólo de una parte de ellos. Esa retirada -lo que entronca directamente con la propuesta saudí- obligaría, y ése es el problema, a la evacuación de gran parte de los 400.000 colonos instalados en Cisjordania, Gaza, el Golán, y, muy particularmente, en Jerusalén-Este, la parte de la ciudad que en 1967 tenía una superficie de sólo unos pocos kilómetros cuadrados, y, hoy, por las ampliaciones sucesivas decretadas por el Gobierno israelí, pasa de los 300, porque es presumible que pocos colonos querrían quedarse a vivir bajo la soberanía palestina. La retirada implica también, de otra parte, el abandono de los Santos Lugares del judaísmo en la Ciudad Vieja, al menos en forma de un primer acuerdo de principio. Pero eso no quita que Arafat, el difunto Husseini y todos los palestinos no afectos a Hamás y a la Yihad Islámica que, de nuevo digo seguramente porque las cifras en Tierra Santa las carga el diablo, son una mayoría todavía partidaria de algún arreglo, tipo internacionalización, soberanía compartida o derecho de uso de esas pocas hectáreas de tierra votiva.

De la misma forma, los citados representantes de la parte palestina tampoco excluyen permutas de territorio entre los dos Estados, pero sólo a partir de una mutua independencia; es decir, que tierra equivalente en extensión y calidad de Israel compensara a Palestina por la pérdida de alguna franja de país que se cediera para facilitar la permanencia de una parte de los colonos, allí donde, con evidentes designios de acotar la futura negociación, los ha instalado con una mano el Estado sionista mientras agitaba en son de paz la otra.

Todo ello queda lejos, lejísimos de la famosa oferta de Barak a Arafat en la cumbre de Camp David, julio de 2000, pese a que Israel ha logrado, con el inestimable concurso de un presidente, Bill Clinton, bienintencionado pero adquirido a las tesis sionistas, que se consolidara la idea de que el líder israelí había ofrecido el 94% de Cisjordania. Pero ni la aritmética, ni el algodón engañan.

Ese 94% lo era de Cisjordania, pero sólo descontando primero el Gran Jerusalén que, a base de golpes de municipio, ocupa ya el 6% del país, de forma que la oferta era en realidad el 94% del 94%, o sea cerca del 89%. Sobre esa magnitud, Barak aún proponía que Palestina arrendara a Israel un 3% o 4% de tierra, lo que equivalía a decir que ese solar desaparecía como posible lugar de acomodo para los que quisieran usar su derecho al retorno, y con lo que ya tenemos la cuenta reducida a poco más de un 85% del país; finalmente, Barak exigía una permuta de tierras, pero con arreglo a la desfachatada proporción de 3 a 1; es decir, 1 kilómetro cuadrado de patio israelí por 3 de huerta palestina.

Así es como el 94% de la cuenta de la vieja se convertía en poco más de un 80%, y, por añadidura, como, dentro de ese 20% que se anexionaba Israel, figuraban cinco bases militares situadas a lo largo del valle del Jordán, el perfil del 80% restante resultaba tan enrevesado que el futuro Estado palestino se veía dividido en más de una docena de fragmentos separados entre sí por 480 kilómetros de vías de comunicación israelí, que serían siempre consideradas propiedad del ocupante.

La oferta de Barak

Esa es la oferta que rechazó Arafat y a la que el finado Husseini contraponía el argumentario que antecede. Y también esa propuesta del aristócrata árabe es la que, probablemente hoy, sigue siendo válida para la mayoría del pueblo palestino. Una proposición que casi avergüenza tener que subrayar que no sólo no es antisemita, epíteto que se arroja con el desenfado que carece de razones a todo aquel que no sufraga las posiciones de Israel, sino que tampoco es antisionista, puesto que se basa, como pide el sentimiento democrático universal, en la consagración de la existencia de un Estado de Israel, al amparo de cualquier designio externo, reconocido por todos sus vecinos, y que se extendería, de acuerdo con la retrocesión a las fronteras anteriores a junio de 1967, sobre más de un 75% de la Palestina del mandato británico.

Este extremo es importante porque, según el reparto que hizo la ONU en 1947, a Israel le tocaba el 55% y a un eventual Estado palestino, el 45% restante, más la internacionalización de Jerusalén y un hinterland a su alrededor. Es cierto que fueron los árabes los que rechazaron ese reparto, razón por la cual en la guerra de 1948 Israel pudo ampliar su territorio a más del 75% actual. Y eso lo acepta hoy el mundo entero, así como, posiblemente también, la mayoría palestina. Pero ni un paso más.

No jugar a esa apuesta, porque no hay que negar que puede acabar siéndolo, es aceptar la visión de Husseini de un futuro en el que no haya ninguna clase de porcentajes que taponen ya la guerra. Y en ese contexto, Sharon, por muy despiadada que sea hoy su conducta, es sólo un síntoma de un mal. Pero todo puede cambiar si un día Israel se decide a mirarse en el espejo.

Manifestación de palestinos contra los últimos ataques a Ramala. La pancarta con Arafat dice: "Eres el único héroe".
Manifestación de palestinos contra los últimos ataques a Ramala. La pancarta con Arafat dice: "Eres el único héroe".AP

La resolución 1.397 de la ONU

LA RESOLUCIÓN 1.397, presentada por Estados Unidos y votada el 12 de marzo por 14 de los 15 miembros -Siria se abstuvo- del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, dice así: 'El Consejo de Seguridad, Recordando todas sus resoluciones anteriores pertinentes, en particular las resoluciones 242 (1967) y 338 (1973), Apoyando el concepto de una región en que dos Estados, Israel y Palestina, vivan uno junto al otro dentro de fronteras seguras y reconocidas, Expresando su profunda preocupación ante la continuación de los acontecimientos trágicos y violentos que se han producido desde septiembre de 2000, en particular los ataques recientes y el mayor número de víctimas, Haciendo hincapié en la necesidad de que todos los interesados velen por la seguridad de la población civil, Haciendo hincapié también en la necesidad de que se respeten universalmente las normas del derecho internacional humanitario aceptadas internacionalmente, Acogiendo complacido y alentando las gestiones diplomáticas realizadas por los enviados especiales de los Estados Unidos de América, la Federación de Rusia, la Unión Europea, el Coordinador Especial de las Naciones Unidas y otras personas, con el fin de alcanzar una paz amplia, justa y duradera en el Oriente Medio, Acogiendo complacido la contribución aportada por Abdullah, príncipe heredero de la Arabia Saudí, 1. Exige el cese inmediato de todos los actos de violencia, incluidos todos los actos de terrorismo, provocación, incitación y destrucción; 2. Exhorta a las partes israelí y palestina y a sus líderes a que colaboren en la aplicación del plan de trabajo Tenet y las recomendaciones del informe Mitchell con miras a la reanudación de las negociaciones relativas a un arreglo político; 3. Expresa su apoyo a las gestiones del secretario general y de otras personas para ayudar a las partes a poner fin a la violencia y reanudar el proceso de paz; 4. Decide seguir ocupándose de la cuestión'.

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