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Columna
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Jíbaro

EL 12 DE SEPTIEMBRE DE 1964, James Lord acudió, por primera vez, al estudio parisino de Alberto Giacometti (1901-1966) para que éste le hiciera un retrato. Casi un mes después, tras 18 intensas y agotadoras sesiones, el artista y su modelo acordaron dar por bueno el resultado de lo pintado en la última sesión, no tanto porque el postrer retrato fuera el mejor, sino porque el modelo no podía postergar ya por más tiempo la partida a su país y estaba completamente persuadido de que, sin un corte abrupto, la obra jamás tendría un final. Lo acaecido entre la primera y la última sesión no fue, por lo demás, un típico proceso ordenado de realización de un retrato por sucesivas fases, sino, cada vez, la desesperante labor de, sobre un mismo lienzo, pintar y despintar la efigie del paciente modelo, con lo que Giacometti hizo y deshizo, uno tras otro, 18 retratos de James Lord.

A éste, seguramente sabedor de lo que le esperaba antes de iniciar las sesiones, se le ocurrió fotografiar los resultados conseguidos todos los fines de jornada y luego los publicó, junto con las notas transcritas de sus conversaciones con el artista mientras posaba, en un libro, recién editado en nuestro país, Retrato de Giacometti (La Balsa de la Medusa), cuyo interés no se ciñe al, sin duda, valioso testimonio de las opiniones en él vertidas, ni a los datos que se nos ofrecen sobre la manera de trabajar y de ser del gran escultor-pintor, porque el relato también constituye una pieza dramática de cámara al estilo de Samuel Beckett.

Sólo muy avanzado el sistemático proceso de creación-destrucción, Lord comenzó a percatarse y a asumir el quid del problema: ir siempre un poco más lejos, o, si se quiere, insistir siempre un poco más, pero haciéndolo, cada vez, desde cero. Recomenzar. Semejante disciplina de concentración no puede tener lugar sino sobre algo simple y esencial, como una silueta desnuda o un rostro frontal en primer plano, los temas obsesivamente recurrentes del Giacometti maduro, que insistía en trabajarlos del natural, con el modelo delante y, como quien dice, a un palmo de sus narices. De hecho, captar adecuadamente la nariz del modelo constituía para el artista la trágica clave de bóveda del retrato, ya que, en ese eje frontal, se insertaban los ojos, de mirada fija y, por fuerza, alucinada.

Al aplicar Giacometti esta agónica insistencia en el húmedo yeso, y tras el inagotable apretar con las yemas de los dedos, surgían sus características siluetas desmigajadas, como de alambre; pero, cuando se trataba de pintar rostros, todo parecía convertirse en un ir y venir espectral de los rasgos, que se hundían y emergían sin parar, al sucesivamente ser ennegrecidos o emblanquecidos por el artista. De manera que, no estándose jamás quietos los rostros, Giacometti tenía razón en desear ir siempre un poco más allá para atrapar su misterio, lograr su fijeza. ¡Oh, gran jíbaro, ya no sé si quedan artistas con esa loca pasión de reducir, todavía un poco más, las cabezas!

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