En busca del 'Kutsu'
Creo que aún recuerdo la primera vez que escuché a mi amona, la abuela Clara hablar del kutsu. Era de noche y sería Navidad, porque había regalos envueltos en colores brillantes y estábamos todos reunidos en familia. La amona, rodeada de hijos y nietos, bajó la voz para decirnos que el kutsu nos seguiría manteniendo unidos. No sé por qué yo estaba convencida de que el kutsu estaba dentro de uno de aquellos paquetes de colores.
La abuela dijo: 'Los de fuera nunca lo entenderían'. Y me puse contenta pensando que yo estaba en el secreto porque no era de fuera. Aunque ¿de verdad que no? ¡Si era nada menos que francesa y vivía con mis padres en Burdeos! Se lo pregunté a mi madre quedamente:
Y todo eso que los demás buscaban fuera, los vascos ya lo poseían de manera natural
-'¿Nosotros somos de fuera?'.
-'Pues claro que no. Qué cosas tienes'.
Me sentí más tranquila. Quizá aquel regalo hasta pudiera ser para mí, aunque las cosas más bonitas no solían ser para los niños. Cuando por fin fueron abriendo los regalos yo me iba fijando en cada uno y si no sabía lo que era, preguntaba: ¿Esto es el kutsu? Y los mayores se reían como si hubiese dicho una cosa divertida.
Pasaron los años y la última vez que vi a mi abuela con vida, fui con la intención de demostrarle mi dominio del euskera, que en aquella época estaba estudiando. Ella me respondió con unas palabras en vascuence, pero en seguida volvió al castellano para decirme lo que me pareció un reproche. Dijo que, aunque hablase en euskera, yo no tenía el kutsu. Pensé que se refería a mi euskera batua, el vascuence unificado que yo había estudiado, tan distinto del dialecto que ella conocía. Pero ¿había algo más en lo que yo sería culpable? En cuanto pude, busqué en el diccionario esta palabra que tanto significaba para mi abuela. Pero sólo pude añadir más confusión a mi ignorancia: Kutsu podía significar signo, huella, sociedad en comandita... y hasta infracción de las leyes. ¿Qué se me estaba escapando?
Tras la muerte de la amona subí una tarde a la ganbara donde se amontonaban los trastos y habitaban mis recuerdos. Allí me di cuenta de que mi abuela se había estado refiriendo a lo intangible, a la esencia, o mejor la quintaesencia.
Más profundo que el idioma y transmitido desde algún pasado remoto y tan inexpresable que ningún diccionario podría contenerlo. Lo que nos distinguía sobre 'los de fuera'. Seguramente el alma vasca. ¿No admiraba yo a Oteiza, el escultor filósofo que nos había descubierto el alma en 'nuestro' peculiar comportamiento ante el vacío? Seguramente el kutsu era aquello tan sagrado e ina-prensible que nos mantenía unidos a los vascos. Pero yo no lo tenía.
Los caballeros medievales partieron valientemente a buscar el Santo Grial. Los alquimistas se esforzaron por encontrar el agua maravillosa. Y todo eso, que los demás buscaban fuera, los vascos ya lo poseían de manera natural. Pero yo lo había perdido, probablemente antes de nacer. Qué lejos quedan ahora estos recuerdos. Pasaron tantas cosas desde entonces que los tenía completamente olvidados y enterrados.
Pero hace poco me sucedió algo en un viaje que hice a Asturias, donde me reencontré con viejos amigos de mi cuadrilla en París. Me llevaron al recién inaugurado Museo Etnográfico del Llacín. Comenté que aquello era muy bonito y mi amiga Covadonga contestó: 'Sí, bonito, pero le falta el kutsu'. Di un respingo: '¿Por qué has dicho eso en euskera?' Todos me miraron sorprendidos: '¿Te refieres al cuchu? Es bable'. Y Pepín sentenció: 'Dios y el cuchu pueden muchu, pero sobre tou el cuchu'.
No me lo podía creer. Volvía a encontrarme arrojada a lo sagrado. En pleno corazón de Asturias, y aquí el kutsu era incluso más importante que Dios. Mis amigos vinieron a sacarme de mi perplejidad: 'Todo el mundo sabe aquí lo que es el cuchu. Es el estiércol, que se emplea como abono y sirve (bueno, antes sí servía) hasta para enlucir las paredes. O sea, que sirve para todo... como el cerdo'.
Todos nos echamos a reir y seguíamos riendo mucho después, cuando les hablé de mi particular búsqueda del Santo Grial. Mientras bebíamos sidra me sentía más libre. Covadonga comentó que esas esencias, el aroma de la tierra y de lo propio se encuentran en todas las culturas rurales.
'Y no sólo en las rurales', terció Pepín. 'Cuando tu emperador Napoleón regresaba de una batalla, solía escribir a su amada Josefina que no se bañase hasta que él llegara'.
-'¿También Napoleón iba en busca del kutsu?'
-'No, él no iba. Él volvía'.
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