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Columna
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Orilla

Rosa Montero

No estoy de acuerdo con que el Estado pague la enseñanza del islam, como tampoco estoy de acuerdo en que pague la enseñanza católica. No entiendo por qué la sociedad civil tiene que becar unas lucubraciones ultraterrenas que a mí, como agnóstica, me parecen pintorescas y en ocasiones incluso peligrosas, como, por ejemplo, cuando el Papa anatemiza el uso del condón en los países africanos arrasados por el sida, o cuando las enseñanzas fundamentalistas implican un comportamiento misógino y tiránico: en Holanda acaban de descubrir que varias de las escuelas islámicas pagadas por el Estado son centros de irradiación de un brutal fanatismo. De modo que es mejor que los creyentes se costeen el aprendizaje de sus diversas religiones, porque además con ese pequeño sacrificio seguro que se ganan mejor el cielo.

La frase poco atinada de Azurmendi sobre la multiculturalidad ha abierto sin embargo un debate absolutamente necesario sobre cómo queremos organizar la convivencia. Yo creo que sólo se pueden respetar aquellas especificidades culturales que respetan los derechos individuales y democráticos. O sea: por supuesto que Fátima puede ir a clase con pañuelo, pero en cambio habría que multar o meter en la cárcel a esos padres que sacan a sus niñas de la escuela a los 12 años o que dejan sin escolarizar a sus hijos porque les ha tocado un colegio católico y no admiten que vean un crucifijo en la pared. Ni una gota de tolerancia con los intolerantes.

Y otra cosa: conservar las culturas inamovibles y encerradas en guetos no es precisamente mi idea de la multiculturalidad. Un amigo mexicano, el artista plástico Gabriel Canales, iba en autobús por Madrid el otro día cuando una mujer le empujó al pasar y ladró un '¡quítese de en medio que molesta!' cuya grosería probablemente tenía que ver con el aspecto latinoamericano de mi amigo. Gabriel, irritado, quiso contestar usando una expresión local y soltó: '¡Qué orilla es usted, señora!', queriendo decir 'qué borde' (cuando se dio cuenta de su error se partió de risa). Eso es lo fantástico de ser muchos y distintos: que nos influyamos mutuamente y nos cambiemos, que algún día terminemos todos diciendo 'orilla'. Lo mejor de la multiculturalidad es el mestizaje.

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