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Cumbres borrascosas

Antón Costas

Vivimos de nuevo una fase de la historia dominada por una creciente histeria. Y en vez de atemperarla, nuestros gobiernos parecen dejarse llevar también por ella. Y en ocasiones hasta la fomentan. ¿Qué sentido tiene organizar cumbres políticas, como la de Barcelona esta semana, que provoquen una alteración tan profunda de la vida cotidiana? ¿Cómo entender si no las alambradas, el cierre de la entrada sur de la Diagonal y el control de personas en esa zona? Al parecer se llegó a pensar en el control de fronteras. En todo caso, ¿por qué no se organizan las cumbres en lugares de fácil protección policial y que no generen estas limitaciones? Para comprender adónde pueden conducir la limitación de la libertad de movimientos de las personas, la reducción del derecho a la libertad y el odio -al menos, el temor- al extraño, recomiendo vivamente a nuestros políticos la lectura de la maravillosa biografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo.

¿A quién temen? Al movimiento antiglobalización y a los grupos radicales que a su amparo pueden provocar violencia callejera. Conviene separar los grupos violentos de los que defienden una globalización alternativa. Este movimiento es una de las cosas más honestas y políticamente interesantes que ha tenido lugar en los últimas décadas. Es el retorno de la historia. Me recuerda al movimiento de derechos civiles de los años sesenta. Si el lema entonces fue Sed realistas: pedid lo imposible, ahora es Otro mundo es posible, con el que reivindican los derechos económicos y sociales de los marginados por la globalización. Acusarlos de falta de legitimidad política y de no tener un mandato de los electores es no comprender los caminos del cambio y de la historia. No ponen en cuestión la legitimidad democrática de nuestros gobiernos. Intentan sencillamente que la agenda de las cumbres incluya problemas como la desigualdad, la pobreza y el medio ambiente. Están en su derecho.

Si los lobbies empresariales representados en Bruselas y Washington pueden influir en las políticas de los gobiernos -como está poniendo de manifiesto el caso de Enron con la política energética de Bush-, ¿por qué no pueden hacerlo los defensores de otro mundo posible? Unos utilizan los despachos oficiales, otros las calles. Pero no se les puede demonizar ni criminalizar por este motivo. Las medidas de Tony Blair o de Silvio Berlusconi no deberían ser imitadas por nuestro Gobierno. Hay que recordar que la criminalización del movimiento de derechos civiles de finales de los sesenta fomentó el IRA y otros grupos radicales violentos en Europa. Nuestras autoridades parecen estar experimentando ahora con las leyes de la física. Con su acción pueden estar provocando una reacción igual y en sentido contrario.

La cumbre de Barcelona, liderada por el tridente formado por José María Aznar, Tony Blair y Silvio Berlusconi, se propone abordar la liberalización de los mercados de la energía y el trabajo. Creo que en Europa hay que avanzar en ese camino. Pero, en todo caso, no hay que perder de vista el hecho de que los economistas y muchos políticos liberales tienen un excesivo gusto por lo moralmente chocante. Un ejemplo es la idea de que la liberalización y los mercados por sí solos pueden conseguir una sociedad justa e igualitaria. Esto no tiene fundamento histórico ni empírico. El mercado, para funcionar bien, necesita dosis bastantes elevadas de benevolencia y moralidad. Esto está hoy bastante claro a partir de la experiencia de la lucha contra la inflación de los años ochenta y del capitalismo gansteril que se ha desarrollado en algunos países con la privatización y la liberalización. Por eso, economistas y políticos deberían abandonar definitivamente la postura amoral que propició, al menos en La riqueza de las naciones, el ilustre fundador de la ciencia económica, Adam Smith, al afirmar que la búsqueda del propio interés por parte de cada individuo a través de los mercados conduce al mayor beneficio social para todos. En todo caso, los defensores más acérrimos del mercado y la libertad deberían recordar que el genial escocés, presionado por Malthus, apostilló su afirmación de que cada cual debería ser libre para perseguir su propio interés agregando la condición 'mientras no se vulneren las leyes de la justicia'.

El mundo es cada vez más rico, pero también más desigual e injusto. Por eso, junto con la liberalización y la ampliación de los mercados, las cumbres europeas e internacionales deben incorporar objetivos relacionados con la reducción de la desigualdad y la pobreza. De lo contrario, serán cumbres cada vez más borrascosas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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