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Equidistancias circulares

En el reino de la simplificación en que se ha convertido la política española y, muy especialmente, en lo que se refiere a la política vasca o en Euskadi, hay muy poco espacio para los matices, la ponderación o, simplemente, la posibilidad de compartir cosas con quienes discrepas en otras. Parece que sólo cabe el 'conmigo o contra mí', aunque sea como sambenito que te ponen los campeones de la manipulación y el cinismo. No siendo éste el sitio para un mayor desarrollo, adelanto que es la resultante lógica de la profundización en la política de adversarios y la carencia de acuerdos básicos en que ha derivado la política española en los años noventa. En Euskadi esta dinámica se agrava por la radicalización de la subcultura de la violencia y la ruptura democrática impuesta por el contubernio de Lizarra. Inevitablemente, la polarización simplifica y radicaliza las posiciones, pareciendo abrirse una sima, que se traga y volatiliza cualquier posición moderada o intermedia. Este juego, no sin base real, permite caricaturizar, equiparar y descalificar los 'polos' (?) -incluidos los aledaños- para entronizar una posición, que se supone ética y estéticamente superior (?), y que se crece machacando, sobre todo, no a los victimarios, sino a las víctimas por su incordiante y contumaz victimismo. Es la oportunidad y el negocio de los independientes, civilizadores, dialogantes oficiales, apartidistas o antipartidistas y hasta republicanistas de salón (de segunda lectura mal asimilada), que, casualmente, suelen entenderse muy bien con cualquier poder gubernamental o institucional cercano, en nuestro caso el nacionalismo gobernante y dominante. Siendo ya víctimas ellos mismos, creen correr menos riesgo y, además, esperan ser premiados, cuando menos, por la aceptabilidad social dominante. La resistencia es agotadora y sólo gratificante en el fuero interno. Por eso no les compensa, pero les genera tan mala conciencia, que necesitan tales juegos descalificadores. No se dan cuenta de que, con su diagnóstico equidistante (?), contribuyen a la destrucción del tejido social del civismo democrático, para caer todos en las redes de la inmoralidad fáctica de quienes ahogan la libertad.

Su, seguro que sincera, condena del terrorismo y la violencia no suele incluir sus redes subculturales y clientelares. Obvian con cierta frecuencia, quizá interesada, que éstas van más allá del orgánico apoyo a los violentos. Campeones del matiz propio, eliminan el ajeno para dibujar su mapa mental simplificador, sobre la representación de dos extremismos simétricos e igual de irracionales. El primero, el de los que matan, persiguen, imponen el miedo, controlan socialmente los espacios, extorsionan, linchan y excluyen de diversas maneras o les amparan, les jalean, les justifican, les comprenden, les instrumentalizan, les ofrecen su propia instrumentalización, les dan ideas, les entregan su ética y las subvenciones... o, simplemente, no les hacen frente (ellos sabrán por qué). ¿Se dan cuenta qué cantidad de círculos concéntricos? ¿Se dan cuenta qué polaridad tan penetrante? El segundo, el de las víctimas propiamente dichas, porque en el primero también las hay atrapadas como rehenes. Pero, éste también es el de los que se rebelan, se solidarizan audiovisualmente y en privado (?), defienden con intransigencia los valores democráticos y las instituciones en las que éstos se materializan y, por supuesto, también los oportunistas que hacen del victimismo un modus vivendi, los que exageran (?) en su defensa, los que les instrumentalizan o se dejan instrumentalizar y, por qué no, los que se pueden equivocar en la modulación de estos valores democráticos o las estrategias políticas a seguir. ¿No creen que también aquí hay círculos concéntricos? ¿Dónde está el maniqueísmo? ¿En constatar o afirmar que hay buenos y malos? ¿Dónde está el espacio intermedio entre el bien y el mal? Pretenden inventar un relativismo ético, en apariencia comprometido con una racionalidad ética superior, que no es más que una forma cínica de no pringarse realmente, ante la incomodante interpelación de los más beligerantes, convertidos en 'demonizadores' para su más fácil descalificación. El montaje de tal simetría se basa, precisamente, en la intimidación asimétrica de unos y otros. O, mejor, en que unos imponen el miedo de la sinrazón y los otros sólo pueden rebelarse, con mayor o menor acierto. No rebelarse con intransigencia contumaz y favorecer la impunidad de las acciones de la redes subculturales de la violencia, hasta hacerla estructural, es contribuir a su reproducción y legitimación.

Es una obviedad, que no requiere grandes lucubraciones seudointelectuales, que todos somos imperfectos, limitados y contradictorios y que, lo peor, es no reconocerlo. Pero, entre el bien y el mal, ético y político, no puede haber equidistancia estética ni discursiva. Sofisticar la retórica o mistificar el intelecto, simulando inventario de males simétricos, para no tener que decir que el mal, el auténtico, está de un lado, es una forma de cinismo democrático. Éste pretende la superioridad moral y estratégica de un espacio virtual, cuyo montaje consiste en estar por encima de lo divino y de lo humano, en un esteticismo muy útil a los poderes fácticos o institucionales que erosionan gravemente nuestra cultura democrática. Es una forma de querer quedar bien con todos, ser buenos chicos y políticamente correctos, sobre todo con los del poder cercano establecido, a quien sirven directa o indirectamente. Es, también, una forma de conectar con una audiencia, agobiada por tanta tensión y ruido, que necesita ser narcotizada para tranquilizarse y que corre el riesgo del desistimiento democrático. En este punto, resulta fantástico el argumento del miedo al miedo, que lleva al rechazo de las verdaderas víctimas. Lo políticamente correcto es una denuncia universal y desubicada de la violencia, una proclamación de total solidaridad con las víctimas y una reafirmación, necesariamente retórica, de los principios y valores democráticos. Porque, a continuación, van seguidos del desconocimiento personal y cotidiano de las víctimas (convertidas en trasparentes fantasmas por los pasillos) o de toda clase de descalificaciones de la 'política del victimismo'. En efecto, a las víctimas se las remata con el silencio, el aislamiento de los apestados, la incomprensión, la consideración de histéricos, exagerados o neuróticos, la insinuación de aprovechamiento de su situación (?) o, quizá peor, la hiriente compasión hacia quien está inhabilitado por la tara mental de su trauma. Si ellas hablasen.

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Cojamos como metáfora lo sucedido estos meses en la Universidad del País Vasco. Meses (al menos siete) de presiones, amenazas, injurias, insultos, vejaciones o linchamientos mediáticos y personales, con total impunidad, por quienes sólo saben hacer tal cosa. Silencio y soledad de las víctimas de tales actos, pero, también, silencio institucional y de quienes, obscena y cínicamente, se erigen ahora en defensores del pluralismo en la universidad, de la dignidad académica, de la autonomía universitaria o de la equidistancia frente a la polarización. Era mejor simular que no pasaba nada entonces. Es muy útil escandalizarse ahora ante la rebelión. Mientras que unos atacaban, aprovechándose de la intimidación, los otros sólo se defienden ante la impunidad de las agresiones. ¿Cómo ha podido esta sociedad llegar a tanta perversión e inversión de valores, si suceden estas cosas en la más alta institución educativa del País? ¿Nos hacemos un favor tapando todo esto? ¿A quién o a quiénes?

Estos cínicos democráticos, campeones del matiz y de la simetría, se olvidan de varias cosas: 1) que víctimas ya somos todos, incluidos ellos; 2) que la victimización puede agravarse y ser irreversible; 3) que los que chillan no lo hacen, necesariamente, para regodearse en su victimización, ni por placer masoquista u oportunismo; 4) que, por mucho que lo parezca, es una infamia malvada pensar que puedan sacar provecho de su situación; 5) que su grito es una interpelación ética y una llamada a la rebelión contra la complacencia, el cinismo, la cobardía y el miedo; 6) que no lo es porque sean éticamente superiores, sino porque, simplemente, les ha tocado ser víctimas de la intolerancia, de la exclusión etnicista y del totalitarismo; 7) que su rebeldía es un mecanismo de liberación para todos y de regeneración ética para nuestra democracia. El colmo de este cinismo democrático es calificar de fundamentalista y contumaz la defensa intransigente de estos valores y prácticas cotidianas, pretendiendo equipararlo al fundamentalismo comunitarista de la exclusión, violenta o no. ¿Por qué tanta distancia? ¿Por qué tanto complejo de culpa? ¿Por qué tanta deuda histórica impagada? ¿Por qué tanto prejuicio ideológico? ¿Por qué tanto oportunismo? ¿Por qué tanto miedo y cobardía? ¡Cuánta obscenidad! En este combate democrático contra los círculos del terror, la intolerancia, el etnicismo excluyente, el miedo, la cobardía y el oportunismo no nos sobra nadie, por molesto o contradictorio que nos pueda parecer. Sin embargo, echamos de menos la compañía y la dignidad de los que se inventan y ubican en esa equidistancia tan asimétrica.

Francisco José Llera Ramo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad del País Vasco y director del Euskobarómetro.

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