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Columna
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El tirano de Zimbabue

Fue en tiempos el granero de África y una de las regiones más prósperas del continente. Hoy, Zimbabue, la antigua Rodesia, se ha convertido en un campo de concentración en lo político, con una economía destrozada, que augura un estallido social de imprevisibles consecuencias para la estabilidad del África austral, gracias al régimen de terror, corrupción y desprecio por el Estado de derecho instaurado en el país por Robert Mugabe, su primer y único presidente desde la independencia en 1980. La única esperanza para Zimbabue es que el mundo, desde Suráfrica a Estados Unidos, pasando por la Unión Europea y la Commonwealth, se niegue a aceptar el nuevo pucherazo electoral que Mugabe y su camarilla preparan para las elecciones presidenciales del próximo fin de semana.

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Zimbabue, unas de las joyas de la corona colonial británica, debe su independencia anticipada a la visión política de Margaret Thatcher, quien, poco después de acceder al 10 de Downing Street en mayo de 1979, instruyó a lord Carrington, secretario del Foreign Office, para que iniciase negociaciones destinadas a terminar con los dos problemas coloniales más acuciantes para el Reino Unido: Rodesia y Hong Kong. En Salsbury, la actual Harare, gobernaba Ian Smith, que, apoyado por el régimen racista de Suráfrica y con la simpatía de poderosos sectores de Londres, había proclamado unos años antes la Declaración Unilateral de Independencia o UDI de Rodesia y mantenía una lucha a muerte con las guerrillas independentistas lideradas por Joshua Nkomo y Mugabe. La firme posición de Thatcher frente a Smith, incluido un bloqueo comercial total, terminó con el régimen racista rodesiano. Londres recuperó el control de la antigua colonia y nombró gobernador general a lord Soames, yerno de Churchill, para negociar la independencia con Nkomo, el verdadero 'padre de la patria', y Mugabe.

En las primeras elecciones que siguieron a la proclamación de la independencia, Mugabe, entonces el político mimado por las socialdemocracias escandinavas y por China, podría haber ganado limpiamente. Su prestigio como líder nacionalista estaba intacto y además su etnia, la Shona, era la mayoritaria en el país. Pero, para amarrar su elección, impidió, con la utilización contundente de sus matones, que sus rivales políticos pudieran hacer campaña en más de un tercio del país. Sus tácticas no han cambiado desde entonces. Nkomo se vio obligado a abandonar el país después de sufrir varios atentados y el fundador del partido de Mugabe, Ndabaningi Sithole, que se atrevió a presentarse a las elecciones de 1996, fue juzgado por el delito de alta traición.

En estas elecciones, los métodos se repiten. El objetivo gubernamental es esta vez el líder del Movimiento para el Cambio Democrático (MDC), Morgan Tsvangirai, un antiguo y popular líder sindical que, según las pocas encuestas independientes, podría obtener un 70% de los votos. Desde el inicio de la campaña electoral, los matones del partido de Mugabe, fácilmente reclutables entre los jóvenes de un país con una tasa de paro cercana al 60% y una inflación del 116%, han tratado de impedir, con bastante éxito, la celebración de los mítines del MDC, mientras que Tsvangirai está a punto de ser acusado de intento de asesinato del presidente eterno.

Mugabe ha dejado claro que la oposición 'nunca gobernará' Zimbabue, una declaración apoyada por varios de sus jefes militares. Para él, todos los problemas de Zimbabue se deben a una conspiración de blancos racistas y homosexuales, una alusión a la catástrofe económica y a la epidemia de sida que padece el país. Ni la presión pública de Tony Blair, que pretende expulsar a Zimbabue de la Commonwealth, ni las sanciones impuestas por la Unión Europea el pasado mes tras la expulsión de su equipo de observadores electorales, ni la amenaza de Washington de seguir el camino de los europeos, ni las gestiones diplomáticas de Suráfrica han hecho cambiar de actitud al despótico presidente, que teme, si pierde el poder, un fin parecido al de Slobodan Milosevic en el mejor de los casos y una ejecución sumaria a lo Ceacescu en el peor.

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