Jaque a la multiculturalidad
Entre las reacciones de todo tipo que el impacto migratorio produce por doquier destaca por su singular crudeza el ataque orquestado en los últimos tiempos hacia todo lo que se relacione con lo 'multicultural'. El levantamiento de la veda la decretaba recientemente un ilustre politólogo liberal, G. Sartori, al denunciar la existencia de un presunto contubernio multicultural al que acusa de impregnar el discurso político contemporáneo. Condena Sartori a quienes, en lugar de promover el pluralismo por el que se rigen las democracia contemporáneas (e pluribus unum), predican una separación entre culturas (e pluribus disiunctio), en nombre del extendido deseo de autenticidad y de reconocimiento que atraviesa la subjetividad moderna. No se entendería la postura del profesor, cuya doctrina impregna la vigente Ley de Extranjería española así como la reforma de la legislación italiana en la materia por la que se pretende convertir a Italia en una fortaleza, si no se añadiera que G. Sartori considera que esa turbia estrategia multicultural es la invención enfebrecida de ciertos neomarxistas ingleses, seguidores de Foucault y otros intelectuales, que han sustituido en su subconsciente la lucha de clases, que han perdido, por una lucha cultural anti-establishment, que les vuelve a galvanizar. Ni que decir tiene que el descarnado alegato de Sartori tiene mucho que ver con la puesta a punto de una línea ideológica de defensa contra lo que se juzga como una imparable marea inmigratoria hacia Europa.
Entre los discípulos más aventajados de Sartori (en cuyas filas se encuentran otros conocidos sociólogos, como Amando de Miguel) figura Mikel Azurmendi, presidente del Foro para la Integración de los Inmigrantes, nombrado a propuesta del Gobierno. A propósito del caso del velo, que tan desconcertantes respuestas ha suscitado, Azurmendi repite estos días a través de mil altavoces que el discurso multicultural es intrínsecamente malvado porque esconde una amalgama de ideas cuyos precedentes se remontan a la segregación racial, el trato a las comunidades indias en EE UU y el apartheid ideado por el doctor Verwoerd en Sudáfrica. El multiculturalismo, dice Azurmendi, además de una confusión teórica, es una gangrena fatal para la sociedad democrática porque se basa en la suposición de que las relaciones sociales no se dan entre individuos sino entre etnias. Para el presidente del Foro de la Inmigración (¿), la única cultura respetable es la democrática, ante cuyos postulados han de rendirse inevitablemente no sólo los individuos concretos sino las demás culturas (si es que fuera posible dotar a las culturas de un fundamento único).
La cosa no tendría otro interés que el de una interesante disputa ideológica, que lleva años produciéndose, si no fuera porque la consecuencia objetiva del alegato no es el de dilucidar las relaciones interculturales que se dan en un mundo globalizado, sino el dotar de justificación al trato unilateral y discriminatorio hacia los inmigrantes desconociendo los propios derechos culturales de éstos y las condiciones extremas en que, en muchos casos, se produce eso que la Ley de Extranjería denomina 'integración social'. No se muestra tan enérgico Azurmendi en la defensa de la 'cultura democrática' cuando admite sin pestañear cómo la Ley de Extranjería cercena impunemente derechos básicos de los inmigrantes llamados irregulares, eludiendo de paso el hecho de que, sin reconocimiento de derechos, la integración social de la que la ley habla consiste en dejarlos a su suerte en la dura batalla por la subsistencia en la 'sociedad civil'.
Pero si resultara cierto que el discurso de la multiculturalidad es la invención de resentidos neomarxistas, no lo sería menos que la respuesta de los Sartori, Azurmendi y otros no es otra cosa, en su espeluznante esquematismo, que la vulgata del pensamiento único tan bien descrito en el impresionante libro de Susan George, El Informe Lugano. Porque, en el fondo, de lo que se trata, no es de confirmar la tesis de que las leyes de la democracia hay que cumplirlas (incluso por los ciudadanos españoles no demócratas o culturalmente antidemócratas o predemócratas, o simplemente reaccionarios), sino que lo que está en juego es la estigmatización de las culturas (unas más y otras menos) en la que se han formado personas concretas que se ven forzadas a desplazarse como inmigrantes económicos.
Contra el reducccionismo propagandístico que propugna Azurmendi utilizando el conocido truco de inventar un fetiche para alancearlo a discreción, hay que decir que el discurso multicultural que está en vías de formación no tiene nada que ver con el apartheid o la segregación racial. Es por el contrario la respuesta más plausible al encuentro entre culturas para evitar, precisamente, que se autocumpla la profecía del 'choque de civilizaciones', ahora que el enemigo marxista se bate en retirada. En sus formulaciones más conocidas, el multiculturalismo no propugna el relativismo cultural (es decir, que cualquier cosa vale, con tal que sea 'cultural', incluida la ablación clitoridiana, la humillación, la discriminación sexual o los castigos corporales) pero tampoco avala la tesis de que la cultura occidental sea el fin de los tiempos y el rasero único con el que medir y comparar: más bien afirma que todas las culturas son problemáticas frente a los derechos humanos y en todas cabe encontrar núcleos de eticidad. El diálogo entre culturas que el multiculturalismo propone no es un diálogo errático y complaciente sino un diálogo articulado en torno a los principios de dignidad y emancipación social en un horizonte donde la lucha contra el sufrimiento humano y las preocupaciones morales y políticas han de ser forzosamente globales.
José Asensi Sabater es catedrático de Derecho Constitucional.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.