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Columna
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Ruta de seda

La condesa de Ségur expresa, en una de sus novelas, esta creencia reconfortante: quien lleve encima un objeto o una prenda de seda jamás será alcanzado por un rayo. La condesa escribió sobre todo libros destinados a los niños, es decir, para ese periodo de la vida en que todavía no parecen raras las cosas que luego van a parecerlo. En que lo improbable e incluso lo imposible no pintan casi nada. En que los seres humanos nos desenvolvemos aún con soltura en la comprensión y la comprobación de cómo la seda triunfa constantemente sobre el rayo o, lo que es lo mismo, la suavidad sobre la aspereza; la levedad sobre la gravedad; la seducción de la belleza sobre la disuasión de lo horrible.

Crecer es quitarse de ciertas creencias -sobre todo de las fundacionales, como ésta que defiende Madame de Ségur-, o transformarlas en esperanzas que no son tanto maneras de confiar como de necesitar. Necesitamos la seda que nos protege de la destrucción. Metros, kilómetros de seda, que en una vida larga caben infinidad de rayos. Y esa seda -el cuándo, cómo y por qué se nos revela- sea tal vez lo más íntimo que poseemos y lo que con mayor precisión nos define.

Las palabras ordenadas de acuerdo con la lógica artística -esencial claridad, curiosidad extrema, vuelo libre- son para muchas personas, entre las que me incluyo, lo más sedoso; o, por decirlo de otro modo, la expresión literaria, uno de los caminos más buscados y más transitados hacia el mundo al revés de la violencia. Poemas, canciones, relatos que cobijan e inmunizan contra las plagas. Que evocan la fertilidad del otro lado de estos campos nuestros de cada día, minados, cercados de alambre, amenazados.

Voy a trazar ahora una particular ruta de la seda. Un itinerario con tres escalas -Estados Unidos, Euskadi, Afganistán-, tres lugares de tormentas eléctricas, donde la protección y la transgresión poéticas adquieren un valor radical y esencial, en su significación y en su forma.

En El pez, que es sin duda el poema más famoso de la escritora norteamericana Elisabeth Bishop, un pescador se asombra de la pasividad con la que acepta morir el animal que acaba de enganchar en su anzuelo: 'No luchó, no había luchado en absoluto'. Y sin embargo, cuando va a retirar el anzuelo, descubre que el pez ya había pasado antes, varias veces, por el mismo trance; una 'barba sabia' de cinco pelos, que son cinco sedales vencidos, penden de su mandíbula. El pescador deja entonces que el pez, una vez más, se marche. 'La victoria llenó el pequeño bote', es el verso que resume esta liberación.

Este poema pertenece al libro Norte y Sur que acaba de editarse y que ha traducido la poeta donostiarra Eli Tolaretxipi, autora a su vez de Amor muerto, naturaleza muerta -poemario que se ha vuelto de culto y cuya reedición imprescindible debería plantearse Bassarai-, una de las más bellas muestras de resistencia artística contra las mutilaciones físicas y morales de la violencia que he leído en mucho tiempo: 'Ella no sabe de Troya y su caballo y eso la va a perder'.

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Las mujeres afganas lo ha perdido casi todo. Incluso la atención del mundo, desorientado ya de los burkas que permanecen -el temor no se quita por decreto-, y de los infames códigos de opresión que no se han alterado. En ese casi caben los landays, breves y rebeldes poemas de las mujeres pastunes que ahora publican, en versión de Clara Janés, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Con su seda concluyo. Aunque, en realidad, sea empezar de nuevo, como en una confianza inaugural e incorruptible. 'Ved del esposo la horrible tiranía: me pega y me prohíbe llorar'; 'Pon tu boca en la mía, pero déjame libre la lengua para que te hable de amor'; 'Mi amante es hinduista y yo musulmana, por amor barro los escalones del templo prohibido'; '¿Qué puedes hacer sino luchar? Sometido, no serías más que el esclavo de un esclavo'.

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