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Columna
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Buenos y malos patriotas

Fernando Vallespín

Las burdas y vanas acusaciones dirigidas a Felipe González en los últimos días sirven para hacer más manifiesta si cabe la estrategia del partido en el Gobierno para descalificar a la oposición: mostrar que son malos patriotas. O, cuando menos, que no saben estar a la altura de los altos intereses del Estado. Lo hemos visto en las constantes críticas a la reciente posición del PSOE en el País Vasco, donde no se le permite soltarse del brazo del Gobierno ni para acudir al servicio. Y en la indignación mostrada por el PP ante el cuestionamiento socialista del Plan Hidrológico Nacional. Por cierto, que luego se convirtió en burla solaz cuando éstos dieron marcha atrás en su prevista censura de dicho Plan en el Parlamento Europeo. O, desde luego, en el caso de Marruecos. Aunque ahí no estuvieron convincentes del todo. No era fácil acusar de deslealtad a la nación a quien no cejaba de pergeñar 'pactos de Estado'. Por eso debieron ver el cielo abierto cuando pudieron ponerle el rostro de su odiado González a esa supuesta manía de la oposición de atentar contra los intereses de la patria. Demasiado bueno para ser cierto. Y no lo fue, claro.

Sin embargo, y a la vista de las últimas encuestas, esta estrategia no les está dando malos resultados. Uno de los mayores aciertos del PP es la gestión que están haciendo de un concepto político difuso como es el patriotismo español. En cierto sentido era una res nullius en la política española que no había sido eficazmente apropiada por nadie hasta entonces. Al menos de manera tan clara. El antiguo PP en la oposición no sonaba creíble y destilaba un fuerte olor a franquismo mal reciclado. Los socialistas, por su parte, aun siendo plenamente conscientes de dónde estaban los auténticos intereses nacionales, sintieron un pudor casi natural a envolverse en la bandera nacional para justificar sus políticas. Puede que la resaca y el generalizado cansancio ante la constante retórica de los nacionalismos vasco y catalán hayan creado el poso necesario para una reafirmación y reagrupamiento del nunca desaparecido nacionalismo español. Por mucho que ahora se recubra con los ropajes del 'patriotismo constitucional' y tenga una presencia más juvenil y moderna. Las preferencias demoscópicas por Mayor Oreja como mejor sucesor de Aznar seguramente vayan también en esta misma línea. Para muchos no deja de personificar el perfecto retrato de 'héroe de la resistencia' frente al nacionalismo vasco.

Ahora bien, dadas algunas de las deficiencias estructurales del sistema político español, estas acusaciones de lesa patria constituyen una auténtica irresponsabilidad. Hasta ahora la función verdaderamente vertebradora de la unidad nacional había recaído sobre los dos grandes partidos de ámbito nacional más que sobre las mismas instituciones. Minar la credibilidad de uno de estos actores en el ejercicio de esa función equivale, sin embargo, a asumirla en solitario y a arrogarse el monopolio en el acceso a los 'verdaderos' intereses nacionales. Como si éstos sólo admitieran una única lectura. Puede que ése sea el sueño de Aznar, que en el fondo coincide con el de toda la derecha nacionalista: confundir e identificar el interés del partido -de una 'parte', pues- con el interés nacional, con los intereses del todo. Pero esta actitud puede tener un efecto perverso sobre la naturaleza dinámica y plural del sistema. Y significa trasladar el síndrome presente en el País Vasco y Cataluña, donde sendos partidos se arrogan la interpretación auténtica del sentimiento nacional general, al Estado como un todo.

La actitud no ya patriótica, sino simplemente democrática, consiste, por el contrario, en defender a las instituciones frente a su instrumentalización partidista. Está todavía demasiado reciente la componenda que nos urdieron en la renovación de los miembros de algunos de los órganos fundamentales del Estado como para que ahora nos vengan con milongas patrióticas. La salud de las instituciones depende de todos nosotros, y el mejor servicio patriótico que podemos hacer es, precisamente, evitar que se vean secuestradas por los intereses partidistas o por un 'interés nacional' definido monológicamente.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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