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Columna
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Arbitrismo

Enrique Gil Calvo

Al parecer, el presidente Aznar se dispone a adoptar por decreto las medidas más impopulares que, según su criterio, España necesita para su mejor gobierno. Puede permitirse el lujo de hacerlo así porque, tras obtener el consentimiento de su partido para eludir la reelección, ya no necesita halagar a sus votantes con mercedes electorales. En consecuencia, se quita la careta liberal con la que hasta aquí se enmascaraba y enseña por fin su faz oculta de cirujano de hierro, dispuesto a salvar al pueblo en contra de su voluntad. Es lo que hacían en el siglo XVIII los arbitristas del despotismo ilustrado, como Esquilache entre otros. No cabe descartar que en el futuro acometa otras operaciones quirúrgicas, como la reforma del sistema de pensiones, pero de momento ha comenzado por otros dos sistemas menos comprometidos: el autonómico y el de enseñanza. Dejando para mejor ocasión la cuestión territorial, aquí me centraré en la educativa.

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Ante el evidente fracaso de su política juvenil, el Gobierno ha optado por esconder debajo de la alfombra sus peores secuelas, que son el botellón y el fracaso escolar. Así escamotea la realidad, pues tales síntomas son efectos y no causas del verdadero problema juvenil, constituido por la precariedad laboral y el bloqueo de la inserción adulta. Y para disimular su inoperancia, manipula la agenda magnificando dos falsos problemas, el presunto alcoholismo público de los jóvenes y la supuesta baja calidad de la enseñanza, a los que culpa de todos los males que aquejan a la juventud. Por eso, remedando a los malos médicos, ha decidido prohibir los síntomas, para que no revelen su manifiesta incapacidad de atajar el verdadero mal.

Prohibir el botellón es una regresiva represión de las libertades urbanas. Su única excusa justificada es la protección del derecho al descanso de los vecinos. Pero fuera de eso parece sustancialmente equivocada, sobre todo en una cultura cívica como la española, centrada en la entusiasta celebración de la plaza pública. Y por lo demás sólo revela clasismo, doble moral e hipocresía, pues el botellón no hace más que democratizar por todas las clases sociales una subcultura del ocio estudiantil que hasta hace poco era privilegio de los acomodados hijos de papá, con tolerancia para entregarse a una semiclandestina dolce vita. Atravesar la transición juvenil incluye celebrar transgresiones rituales para aprender a dominar la cultura del propio límite. ¿Y acaso pretenden que las transgresiones festivas regresen a las catacumbas? Si es que lo intentan por un mal entendido despotismo ilustrado, podrían encontrarse ante motines como el de Esquilache.

Respecto a la anunciada reforma educativa, su arbitrismo todavía resulta más patente. Como ha demostrado el análisis de políticas públicas, antes de reformar un servicio siempre hay que evaluar su funcionalidad. Por eso, la calidad de una reforma depende de la metodología de evaluación, que no puede ser interna, como las propuestas por las partes interesadas, sino sólo procedente de una imparcial auditoría externa. Es lo que se hizo en Francia encargando un Libro Blanco sobre la reforma educativa a Edgar Morin, quien en contra de la examencitis burocrática recomendó sustituir la enseñanza de conocimientos (que se devalúan antes de poder aplicarse) por el aprendizaje de capacidades (cognitivas, expresivas y organizativas), necesarias para adaptarse con éxito a la cambiante sociedad de la información.

Y nada de esto sucede con la anunciada reforma educativa, que pretende hacer tabla rasa introduciendo reformas arbitrarias sin ninguna clase de evaluación previa. Lo cual supone, mal que le pese a Aznar, una cierta regresión a su bestia negra, el progresismo trasnochado, tradicionalmente obcecado en arbitrar jacobinas reformas a discreción. Así lo revela el que haya recurrido para ejecutar semejante despotismo ilustrado a una antigua jacobina, cuya conversión al liberalismo doctrinario no le ha impedido intentar lo imposible (según Michel Crozier), como es cambiar la sociedad por decreto ley.

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