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Columna
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Torre cabal

Castellón carece de historia y urbanismo cabal. Históricamente no fue aquí la tea incendiaria de airados anticlericales quien acabó con las gárgolas y los arcos góticos de la iglesia arciprestal de Santa María. El viejo templo del siglo XV lo destruyó la determinación y el acuerdo de un consistorio republicano allá por los años treinta del pasado siglo. Hoy se levanta en su lugar una Santa María concatedral de posguerra de estilo ecléctico e indefinido, y de dudoso gusto. Fue un episodio singular y extraño a otras ciudades con historia. La razón, o la sinrazón, borró del mapa urbano la Santa María gótica, arguyendo precisamente motivos urbanísticos.

Pero no sólo desaparecieron en Castellón las ojivas de la iglesia medieval. Los 750 años de historia de la capital de La Plana, que ahora se conmemoran, se convirtieron en unas cuantas décadas en nada o casi nada, gracias al urbanismo más descabalado que podamos encontrar en las crónicas de las ciudades. Desde luego, la racionalidad y el respeto hacia el pasado no marcaron el crecimiento del Castellón contemporáneo. Hablar de centro histórico en esta dinámica y laboriosa ciudad valenciana resulta casi un eufemismo, tan lastimoso como el disparatado tráfico en sus calles durante las horas ajetreadas y fenicias de los días laborables. Nada o muy poco de lo monumental e histórico nos queda.

Por eso reconfortan y alivian las obras de restauración de lo poco que tenemos. Durante unos meses ha estado el campanario de la ciudad, la sencilla y severa torre prismática y octogonal El Fadrí vestida de andamiajes, y ahora luce, escondida entre edificios con pretensión de rascacielos, como nueva. Un día, y de eso no hace tanto, dominaba la torre a la ciudad y desde la cámara de sus campanas se vislumbraba la llanura costera y los pueblos de la comarca. La torre se levantó con fondos públicos del municipio y con fondos públicos se ha restaurado. Sus ahora limpias piedras conservan el recuerdo de antiguas polémicas entre el clero y la autoridad civil en torno a la propiedad del monumento; conserva el recuerdo de los toques de campana y del ancestral oficio de campanero; conserva el recuerdo del clérigo pecador, lascivo o indisciplinado que encontró en la torre su penitencia carcelaria. Algo parece haberse quedado a salvo en medio de ese urbanismo descabalado que quitó y quita, echó a perder y pierde, partes importantes y rincones precisos de la historia de la ciudad.

Y es ese urbanismo no cabal el que origina estos días en Castellón jolgorio y entretenimiento entre el vecindario castellonense a propósito de la instalación de un fuente artística y monumental en la céntrica plaza de Huertos Sogueros. Una falla fuera de lugar o un tiovivo para las próximas fiestas de la Magdalena, exclaman quienes por allí deambulan. Y la obra, colorida y provocativa, del artista Juan Ripollés no se merece tales calificativos. Se los merece el entorno donde se está ubicando, y el destartalado y estrecho urbanismo de Castellón que choca de frente con las obras de arte moderno y de siempre. No es la primera contrariedad con la que tropieza una loable obra de dicho artista: un mural cerámico de grandes dimensiones que le encargó la provincial Diputación está buscando todavía lugar donde ubicarse. Risa, sarcasmo, desconcierto e irracional trayectoria de un urbanismo descalabazado que no casa en forma alguna con el arte, en una ciudad que ha restaurado las torres de sus campanas y cuyo munícipe principal desde hace algo más de 10 años es arquitecto.

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