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El 'éxito' de la (no) política de inmigración

Joan Subirats

El pasado 23 de enero se cumplió un año de la entrada en vigor de la Ley de Extranjería. Esa ley sigue pendiente de que se resuelvan diversos recursos de anticonstitucionalidad presentados ante el Tribunal Constitucional. Como recordarán, fue aprobada en medio de una notable polémica y tras un debate en que se mezclaron los aspectos sustantivos de la ley con el proceso electoral que dio la mayoría absoluta de la que goza el Partido Popular. El actual delegado del Gobierno para la extranjería, Enrique Fernández Miranda, ha afirmado en diversas ocasiones que con esa ley se acababa la situación anterior en la que, según sus palabras, 'en España teníamos un cartel en la frontera que decía: Entrada Libre'. En esa ley y en el despliegue posterior de la misma se dibuja una estrategia muy clara: traspasar todo el peso del protagonismo en relación a la inmigración del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales al Ministerio del Interior; cerrar a cal y canto las fronteras para los que traten de entrar en el país de forma irregular; expulsar a los que no tengan papeles en regla; establecer acuerdos bilaterales con los países más significativos desde el punto de vista del origen de los inmigrantes, y fijar cuotas anuales de entrada a partir de las necesidades expresadas por los agentes del sistema productivo español. Un año después, el balance no puede ser calificado de otro modo que de desastre si atendemos a las premisas de partida.

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La policialización del tema no ha acabado en absoluto con el famoso 'efecto llamada'. Han seguido entrando inmigrantes de forma irregular, y lo han hecho en mayor cantidad que en años anteriores. No se ha logrado, pues, cerrar las fronteras. Tampoco se ha logrado expulsar a los sin papeles que vivían de forma ilegal en España. Se calcula que deambulan por el país cerca de 15.000 inmigrantes que sólo tienen como documento que acredita su existencia precisamente la orden de expulsión del país. Su situación es dramática. No existen legalmente. No pueden ser ya regularizados de manera alguna. Pero tampoco pueden ser expulsados, ya que sus países de origen, de conocerse, no admiten su reingreso (sólo han sido realmente expulsados unos 1.500). La cosa alcanza ribetes de opereta cuando esos inmigrantes llegan a las puertas de SOS Racismo o de la red Acoge con su documento de expulsión en el bolsillo y una nota de las delegaciones del Gobierno que les invitan a acudir a una ONG para que les atiendan. Por otro lado, el proceso de regularización sigue una dinámica que probablemente va por debajo del ritmo de entrada de irregulares. Hace unos días, este mismo periódico informaba de que se ha regularizado la situación de la mitad de personas que lo solicitaron, aunque muchos no han recibido aún la notificación y, por tanto, siguen sin papeles. Por otro lado, la tan cacareada política de convenios bilaterales ha resultado un fracaso. Fernánez Miranda no ha dejado de declarar que la solución de la inmigración irregular dependía de la firma de convenios de regulación de flujos con el máximo número de países. Pues bien, se han firmado sólo cinco convenios. El más importante, el de Marruecos, no es operativo. Y el firmado con Nigeria sólo afecta a la repatriación. La fijación de cuotas se ha retrasado de manera increíble, y acaba sirviendo básicamente para regularizar. La cosa no ha llegado a culminar en un desastre absoluto gracias a que, desde que Mayor Oreja dejó de ser titular de Interior, no se ha seguido soliviantando al personal.

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A pesar de todo ello, o mejor dicho, gracias a todo ello, podemos afirmar que el Partido Popular ha logrado sus objetivos esenciales en este terreno. Por un lado, desde los lamentables sucesos de El Ejido, los populares consiguieron 'formatear' los temas de inmigración convirtiéndolos en sinónimo de ilegalidad, miseria, conflictividad y delincuencia. En el disco duro de la gente ésa es la imagen que se grabó, y a ello contribuyeron los medios de comunicación, convirtiendo el tema en uno de los primeros de la agenda de preocupación de los españoles. Opiniones expresadas más teóricamente (Sartori) o más burdamente (Pujol-Ferrusola-Barrera) apuntaban a la imposibilidad de la incorporación de los colectivos de procedencia árabe debido a su irreversible fundamentalismo religioso. Todo ello ha contribuído a que las demás fuerzas políticas se lo hayan estado pensando dos veces antes de tratar de presentar diseños alternativos a la legislación y a la estrategia de los populares. Los costes electorales, de salirse de ese marco conceptual, les preocupaban y les preocupan. Por otro lado, la virtualidad económica de la situación actual no es ajena tampoco al mantenimiento de una política que, si bien es meramente retórica, es operativa para los que se aprovechan de la situación. Como apunta el manifiesto que ha publicado SOS Racismo estos días, el mantenimiento de una masa de sin papeles resulta muy conveniente para aquellos empleadores que aumentan su cuota de beneficios gracias a mantener en condiciones de miseria a unos inmigrantes sin posibilidades de defensa.

Todo ello desemboca en una paradójica situación. Las instituciones, organismos y entidades a las que se ha apartado desde hace meses de los escenarios de decisión en materia de inmigración y extranjería (comunidades autónomas, municipios, organizaciones no gubernamentales...) son precisamente los que tienen que asumir los costes de ese aparente dislate. Fernández Miranda insiste en que no es necesario construir nuevos centros de acogida, ya que no llegarán más emigrantes irregulares (véase lo que ocurre en Fuerteventura). Para el delegado del Gobierno no existen los expulsados inexpulsables (tampoco para el alcalde de Las Palmas, que se limita a enviarlos a Madrid). Según la opinión del Partido Popular, no debería censarse a los inmigrantes sin papeles, ya que ello les permite tener aceso a servicios públicos como sanidad y enseñanza, y luego resulta que los ayuntamientos o las comunidades autónomas reclaman más dinero. A pesar de todo ello, el Gobierno del Reino de España firma tratados internacionales de protección de derechos humanos, realiza planes de inclusión social, o habla de acabar con la explotación que sufren los inmigrantes sin papeles. Pura retórica, pero retórica económica y políticamente rentable. Lo que está en juego es la ciudadanía de todos los que viven y trabajan en un país. Construir una alternativa a esa política del Partido Popular puede ser electoralmente gravoso a corto plazo. Pero tenemos ya demasiadas experiencias históricas acumuladas en Europa como para no exigir a las fuerzas políticas de la izquierda de este país que sean capaces de construir alternativas, atreverse a hacer pedagogía política, asumiendo, en definitiva, los retos de la convivencia intercultural.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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