Los deberes de la señora ministra
Decididamente la ministra Pilar del Castillo no es una buena alumna. Dedica poco tiempo al estudio y, sin duda, ni tan siquiera se ha detenido a ojear lo que la Unesco ha definido como los cuatro pilares de la educación. Ya saben: aprender a conocer, a hacer, a vivir juntos y a ser. Si la señora ministra apretara un poco más los codos, mitigaría su desconocimiento sobre los problemas actuales de la educación, no seguiría empeñada en deshacer para no hacer nada mejor, comprendería que hay que aprender a convivir con los otros responsables políticos de la educación, fomentando un marco de compatibilidad educativa, y seguro que no seguiría desarrollando esa provocación que tanta tensión contribuye a crear.
De entre sus actitudes, destaca la obstinación por imputar a los sistemas educativos la responsabilidad exclusiva sobre las deficiencias formativas de nuestros jóvenes. Atribulada por tanto proyecto de ley, no ha debido de tener tiempo de reflexionar sobre la influencia de lo que Javier Echeverría ha definido como tercer entorno, 'ese mundo de las teleempresas donde los niños y las niñas adquieren gran parte de su formación por vías totalmente alejadas del principio ilustrado que constituyó la enseñanza obligatoria'. Tampoco ha debido de ser capaz de entender -¿tal vez no le interesa?- que hoy conviven en nuestros centros más niños y más diversos que nunca. Desconozco si le disgusta que toda la población pueda acceder a la escuela. Porque sin duda es más sencillo enseñar a un grupo de alumnos bien seleccionado previamente. Por eso, acaso opine la señora ministra que debe replantearse la política de integración escolar que ha permitido el acceso a la educación a cualquier niño a niña con independencia de sus limitaciones de origen, de sus discapacidades físicas o psíquicas.
Cuando la señora ministra se refiere a los resultados escolares y a la ineficacia de los sistemas educativos, ¿se le ha ocurrido pensar en la íntima relación que existe entre los niveles de éxito escolar y la condición social, económica o cultural del alumnado?; ¿ha tenido tiempo de preguntarse por qué en las aulas convivían anteayer cuarenta o más alumnos y hoy en día en ocasiones apenas puede gestionarse un grupo de veinte o veinticinco?; ¿ignora la señora ministra que muchos alumnos no dedican en sus casas tiempo adicional alguno a la instrucción?
Le hago muchas preguntas a la señora ministra porque nunca le oigo referirse a estas cuestiones. Me preocupan sus continuas alusiones a los centros escolares como si constituyeran espacios inmunizados y a resguardo de los problemas sociales. Como si una fatal combinación entre metodologías erradas y torpes enseñantes estuviera produciendo sus efectos más perversos sobre una sociedad educada e instruida. Permítame exigirle el rigor y la sensibilidad imprescindible para comprender que los centros escolares se han convertido hoy en un espacio vulnerable e inestable. Pero no tienda a pensar que ello se debe sólo a la influencia de un grupo de escolares desafectos.
Sabe lo suficiente como para comprender que en la media aritmética están también nuestros hijos, los de nuestros vecinos, los de nuestros amigos y enemigos. No se trata en su mayoría de escolares especiales. Son los mismos con los que cotidianamente convivimos, esos que hablan idiomas pero su dependencia de las calculadoras ralentiza su velocidad de cálculo mental. Los que nos ayudan en casa a solventar los problemas con la informática pero carecen de nuestro conocimiento enciclopédico. Esos que leen muy poco porque forman parte de lo que Manuel Castells ha definido como sociedad red. Ya ve, ministra, nos parecemos más de lo que algunos desearían.
Me parece lógico que la señora ministra esté preocupada por la educación. En eso es en lo único que coincidimos. Además es loable que se persiga la mejora de la calidad. Por eso conviene recordar que la equidad constituye un prerrequisito de cualquier estrategia de calidad. No vaya a ser que comencemos a confundir medios y fines, causas y efectos, en nombre de la mejora de la calidad. Y mucho me temo que las nuevas recetas del ministerio así lo hacen. Porque el incremento de medidas selectivas, llaméseles como se les llame, no asegura por sí mismo ninguna mejora de la calidad, sino más bien anticipa una más que probable disparidad entre el nivel exigible y el exigido. ¿Desde cuándo saben más los que se examinan más veces? Saben más los que estudian más y en mejores condiciones.
Pero, tal vez, no lleguen a aplicar la PGB (prueba general del bachillerato) o reválida. Porque esos cuatro itinerarios propuestos en la ESO posibilitan una mayor y más sofisticada selección del alumnado que la prevista por la Ley General de Educación de los años setenta. Así que es previsible tal limitación previa de los aspirantes a la prueba que puede que ésta se vuelva innecesaria.
Ya que dice haber abierto un debate, nos gustaría discutir sobre otro tipo de propuestas. Por ejemplo, sobre la obligatoriedad de establecer un nuevo contrato entre centros y familias que señale las responsabilidades de cada cual sobre la educación escolar; o sobre el reforzamiento de las áreas básicas -lengua, matemáticas- en educación primaria; o sobre alternativas más operativas y flexibles que la promoción automática del alumnado; o sobre la reducción del número de docentes que intervienen en el primer ciclo de la ESO; o sobre la profundización de la autonomía curricular, pedagógica y de gestión de los centros.
Un debate desde la participación, el respeto a las competencias de cada cual y la consciencia de que la educación es mejorable, pero no a través de la construcción de unas normas y una cultura escolar alejada y separada de la experiencia cotidiana de los alumnos en otros ámbitos de su vida. Ya advirtió Postman del peligro de convertir a la escuela 'en una reliquia del siglo XIX, cuya utilidad pueda quedar obsoleta'. Haga bien sus deberes, señora ministra, porque no queremos correr ese riesgo.
Alfonso Unceta es profesor de Sociología de la Universidad del País Vasco-EHV y ha sido viceconsejero de Educación del Gobierno vasco.
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